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Por José Ramón Blázquez
Los optimistas creen, en su infinita ingenuidad o engañados por sus deseos, que el conflicto catalán se reconducirá en poco tiempo, una vez curadas las heridas de la convivencia, con un Goven más realista y a partir de una mayor sensibilidad en España hacia las demandas de Catalunya. No han entendido nada. Puede que los efectos demoledores de la aplicación del artículo 155 de la Constitución para someter la rebeldía independentista se olviden tras las elecciones del día de Santo Tomás y una vez se restauren los poderes autonómicos. Ese dolor pasará, porque para una mayoría social el actual autogobierno tiene un escaso valor, por cuanto lo conciben como una institucionalización del pasado, subrogada a un Estado que aspiran a superar. La frontera entre españoles y catalanes no la ha marcado esta norma abusiva e ignominiosa, sino el otro 155, el invisible: el escarnio y la violencia emocional ejercida en varios frentes contra la ciudadanía, incluida la parte que no simpatiza con la causa soberanista.
Hay algo de programado y un poco de improvisado en las acciones del 155 emocional. Estaba prevista la catarata de desprecios sobre Catalunya, papel que ha recaído en los medios de comunicación y específicamente en las cadenas de televisión, así como en las redes sociales. Ni Euskadi recibió tanta humillación, insultos, vejaciones, descalificaciones y ultrajes durante los largos años de la violencia terrorista, de la que nos hacían responsables a los vascos, sus gobernantes e instituciones. Recordamos y sufrimos aquella marejada de odio verbal y moral, a menudo insoportable, y aún aguantamos un plus de saña cuando el lehendakari Ibarretxe y la mayoría del Parlamento de Gasteiz se atrevió a llevar a Madrid un plan aproximado a una propuesta confederal, moderada y razonable. Pero aquello lo supera hoy con creces el calvario catalán.
Lo que se dice y maldice de los catalanes en los medios de comunicación del Estado español es pura degradación. Este torrente ignominioso tiene dos versiones. La primera es la más elemental y obvia, la del exabrupto directo y sin concesiones, como cuando Ana Rosa Quintana llama “mamarracho” a Oriol Junqueras o cuando Eduardo Inda manifiesta su odio radical y dice que el president Puigdemont “es un mierda”. Los agravios son imparables. Son muchos los tertulianos y convocados a los platós, las emisoras de radio y el papel prensa para la ofensiva de la mofa, sin que, al menos por compensación o incluso por estética, haya los suficientes comentaristas para denunciar la guerra sucia de la injuria, ideada en La Moncloa y articulada como un coro hostil de imprecaciones.
La segunda versión del oprobio mediático es la manipulación informativa que se desarrolla en noticias, editoriales y artículos de opinión. Se ha elaborado un repertorio anticatalán para que haya cierta unanimidad en las palabras básicas, como es pertinente en las clásicas acciones de desprestigio y destrucción del enemigo común: desafío independentista, referéndum ilegal, golpe de Estado, cobardes, adoctrinamiento… Vale que las opiniones particulares tengan su cuota de maltrato contra los líderes del independentismo, porque hay mucho francotirador paniaguado;pero que este mismo criterio de demolición se vuelque en las noticias y los editoriales, en las primeras páginas, da idea de hasta qué punto España y sus herramientas informativas han perdido la decencia y están en caída libre hacia el bochorno y comprometidos en un proceso de humillación y deshonra del pueblo catalán sin límites éticos.
La aplicación del 155 de la vergüenza se ha depositado con especial encono en tres símbolos: Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Carme Forcadell.
Con la sospechosa unanimidad de las campañas prefabricadas, el legítimo president de la Generalitat ha sido despiadadamente tildado de cobarde. A los españoles, lo de la honra de campanario y milicia les viene de lejos, bien representada por Calderón de la Barca y otros autores de la hipocresía, de manera que la sospecha de deshonor es la peor acusación posible, como una muerte en vida. Esta medieval afrenta es la que se ha adjudicado a Puigdemont para que no saliera vivo de su audaz exilio belga. Se le pedía al político destituido que, como el almirante de la honra sin barcos, tan grotesco, se dejara detener y encarcelar y pagase con la cárcel y la pena de telediario su desafecto con España. Es decir, que se inmolara, no ya para ser digno a ojos de la España nostálgica del imperio, sino para comportarse como un castellano antiguo, sumiso y rancio. Y no, Puigdemont y los consejeros que le acompañan se defienden de la tiranía constitucional usando los instrumentos que tienen a su alcance, jurídicos, diplomáticos y de relato. ¡Pues no faltaba más! No existe nada más digno que defender la libertad y la razón desde la legitimidad democrática.
A Oriol Junqueras le están machacando. Tras optar por quedarse y asumir el sacrificio de la prisión injusta, con el acompañamiento de las vejaciones judiciales y policiales ya conocidas, se le intenta pulverizar política y personalmente en los medios, quizás porque, según las encuestas, se le presume como virtual president tras el 21-D. Antes de eso, tiene que ser debidamente arrasado. Un periódico, de los más papistas que el Papa, decía del vicepresidente legítimo que era el único de los políticos catalanes presos que usaba “ropa carcelaria”, como sugiriendo el traje de rayas de las películas y hasta el gorrito. De estas burlas canallas se nutre el otro 155 para ejecutar su tarea de exterminio moral.
No sé si por ser mujer o por su personalidad de apariencia frágil y propensa a la emotividad, Carme Forcadell es una pieza de especial deleite para el odio desatado en España. Como Puigdemont, la presidenta del Parlament ha hecho uso de una estrategia eficaz de defensa, lejos del calderoniano recurso a la inmolación y la falsa honra hispana. Y en su declaración ha dicho lo justo para no dar facilidades al sistema judicial que ilícitamente le somete a una pantomima de proceso. Nada tiene que ver la grandeza de la causa independentista con el modo de enfocar sus derechos. Si hiciera falta teatralizar para despreciar a un tribunal tramposo, yo también lo haría. Y prometería el acatamiento constitucional y aún hacerme socio del Real Madrid. Forcadell no tiene por qué expiar ninguna culpa y tiene pleno derecho a calcular sus palabras contra un modelo de justicia abusivo, como lo haría una persona cabal frente a un tribunal nazi. Y, sin embargo, se la presenta como cobarde, deshonrosa, traidora, no tanto para enemistarla con los seguidores del ideal independentista, como para humillarla con los españoles que asisten al espectáculo de una decapitación pública. Forcadell es tan señora y política digna tanto si declara su acatamiento constitucional, como si reniega de la legalidad, a conveniencia, porque está en clara desventaja en un sumario fraudulento. Tiene la admiración de quienes no se dejan engañar y escapan de la invitación al ensañamiento.
También la espantada de empresas de Catalunya hacia diversas ciudades del Estado, mediante el cambio de sede social, es parte integrante de este 155 humillante. Se trata de un castigo colectivo, que perjudica por igual a independentistas y a quienes no lo son. Es un escarmiento general por la osadía de ejercitar la libertad y es, además, un aviso a navegantes. Estamos advertidos del precio de la democracia. Es de lo peor de la estrategia de vejación anticatalana y posiblemente acarrea los estragos más duraderos, porque muchas de las empresas huidas no regresarán a cambio del favor de los españoles vengativos.
Con la sistemática aplicación del 155 ofensivo, Catalunya se carga de razones y emociones para salir cuando pueda de un país gobernado por miserables, capaces de lo peor, desde la fuerza legal al chantaje económico y la cárcel. Ese futuro no está muy lejos, porque España ha llevado su ignominia demasiado lejos.
Font: El otro 155: deshonor y humillación. Deia, Noticias de Bizkaia
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