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Xavier Diez
Para los amantes de las series históricas, una recomendación.
Hořící keř es una miniserie checa de HBO que evoca la corrupción moral y la
miseria política y judicial de la antigua Checoslovaquia durante el período de
la dictadura comunista. En enero de 1969, Jan Palach, un joven estudiante de
historia, se prende fuego en el centro de Praga como protesta ante la ocupación
soviética producida meses atrás, y la falta de libertad y perspectivas en un
país sin esperanza. Para evitar que el hecho desencadene una protesta
generalizada que cuestionara el orden impuesto por los tanques soviéticos meses
atrás, algunos dirigentes del régimen se dedican a inundar con mentiras el hecho
y las circunstancias que lo rodean. Los tres capítulos del drama se centran
entonces en seguir la denuncia que interpone la madre del protagonista, y el
juicio posterior, contra los altos cargos del partido que han difamado la
memoria de su hijo, y relatan cómo el estado utiliza las más variadas artimañas
jurídicas, maniobras políticas, deformación periodística, presión al entorno
para hacer fracasar la querella y aprovechar todo ello para reprimir a la
disidencia. La serie, dirigida por la cineasta Agnieska Holland muestra con
detalle en qué consiste una dictadura. Bajo una apariencia de legalidad, de
separación de poderes, de una Constitución que define al estado como “popular”,
y “democrático” que presume de retórica de igualdad y valores socialistas, se
oculta una camarilla que actúa de manera arbitraria, utilizando todos los
mecanismos del estado para mantener unos intereses, más de grupo que de clase.
Mirar Hořící keř puede resultar un buen ejercicio para
comprender por qué España, aunque se parapete tras una constitución de grandes
principios y escasos resultados, exista una apariencia de separación de poderes
o forme parte del club de países europeos, no es una democracia. No es difícil
establecer paralelismos entre la dictadura checa de los sesenta y el “estado de
derecho” español actual. Convendría releer las obras de Milan Kundera o Václav
Havel para comprendernos mejor a nosotros mismos. Los juicios contra el
procés parecen filmados por una Agnieska Holland, cineasta polaca, que
sabe perfectamente lo que es vivir bajo una dictadura fundamentada en el miedo,
la represión, y por encima de todo, la mentira. Pero incluso el propio Pablo
Iglesias, una especie de líder de la oposición moderada al régimen, sabe lo que
es estar vigilado por la policía política, como lo era Havel, monitorizado por
los servicios (no tan) secretos. O basta contemplar la impunidad de una
ultraderecha que puede agredir físicamente a ciudadanos sin que ninguno de ellos
tenga que pasar ante un juez mientras personas que han participado en protestas
pacíficas, han sido perseguidos, difamados, multados, encarcelados, exiliados o
confinados, sin pruebas, sino por presiones extrajudiciales (a menudo muy
reales), como es el caso de Tamara Carrasco o diversos músicos o activistas
sociales.
Pero no nos engañemos. España no ha sido nunca una democracia.
Lo que pasa ahora es que van cayendo las máscaras. Lo que llaman “Régimen del
78” fue la continuidad del franquismo por otros medios, aunque probablemente,
hace veinte años, incluso trenta, no haríamos esta afirmación. La diferencia es
que en estos momentos la disidencia al régimen es mucho más consistente y
numerosa, y es por ello que las fuerzas oscuras del estado profundo están
abusando de la represión con el objeto de defenderse ante quienes cuestionan un
statu quo crecientemente frágil. Simplemente hay que ver cómo han
reaccionado desde principio de siglo ante la presión de quienes reivindican la
memoria histórica, el interesante (y aún poco y mal analizado), policialmente
infiltrado y violentamente reprimido 15-M, la emergencia de una fuerza como
Podemos (contrarestado por la operación de estado de Ciudadanos), la enmienda a
la totalidad que presenta el independentismo, y la aparición creciente de un
nuevo republicanismo. Décadas atrás, la de los ochenta o los noventa, la
represión arbitraria era igual de injusta, aunque con menor extensión e impacto
que en la actualidad. Para poner un ejemplo, en el año 1981 ponerse tras una
pancarta que pusiera “independencia” en Barcelona desató decenas de detenciones
y maltratos policiales. Lo mismo sucedió en los días previos a las olimpiadas de
1992, cuando decenas de activistas políticos fueron encarcelados y torturados
con cargos inventados. Estos días estoy leyendo el borrador de unas interesantes
memorias del intelectual y catedrático de ecología (y opositor antifranquista)
Joan Martínez Alier que fue detenido en aquel mismo año por preparar una campaña
de denuncia del genodicio indígena durante los fastos del Quinto Centenario.
No es ningún secreto que la continuidad entre franquismo y
Constitución se personalizó en la forma del Borbón. Un Borbón blindado ante la
crítica y la ley que disfruta de una impunidad insostenible a partir de las
evidencias de comportamientos familiares discutibles, incompetencia profesional,
falta de neutralidad, y la evidencia creciente de interferir en el gobierno o a
expresar simpatías por la ultraderecha. Se trató de una continuidad legal
dictada a partir de la propia ley franquista de sucesión y las voluntades
testamentarias del dictador. La propia Constitución sirvió para ordenar la
caótica legislación franquista incorporando buena parte del contenido de las
Leyes Fundamentales. La monarquía impuesta se aseguró la jefatura perpetua del
estado evitando un referéndum, que, a partir de las revelaciones del presidente
Suárez, hubiera resultado adverso. Desde un punto legislativo y político se
trató de preservar la brutalidad de la dictadura y amparar sus crímenes
-especialmente mediante la Ley de (auto)amnistía. En otros términos, respecto al
equilibrio de poderes entre vencedores y perdedores de la guerra, el régimen del
78 es la actualización del 39. La no reparación ni el proceso a los crímenes (y
criminales) de guerra es muy indicativo de lo que sucedió después. La principal
obsesión de la “democracia” fue mantener intacto el poder, influencia y
privilegios de aquellos sectores beneficiarios del franquismo. Es por ello que
se dejaron intactos los cuerpos represivos, especialmente las fuerzas armadas,
del orden y la judicatura, aunque también del eclesiástico o el mediático.
Dos. Existe una clamorosa ausencia de cultura democrática
El daño inflingido a la sociedad española tras cuatro décadas
de dictadura fue tan profundo que condicionó la capacidad de regenerarse. La
represión hasta los cimientos de la disidencia, el orden a partir del miedo,
fabricó generaciones de españoles, como decía la canción de Jarcha, obedientes
hasta en la cama. El franquismo sociológico, que acabó creyéndose la propaganda
de que el precario bienestar era fruto del desarrollismo del régimen, acabó
siendo un freno para enjuiciar los crímenes del franquismo, el “Holocausto
español”, en términos del historiador británico Paul Preston. En cierta manera,
la sumisión de la población española ante la creciente involución de estos
últimos años, y el apoyo, por acción u omisión a la represión en el País Vasco o
Cataluña demuestra hasta qué punto está interiorizado el autoritarismo dentro de
la propia sociedad, cada vez más parecida a los campesinos miedosos y
maltratados en los Santos Inocentes de Miguel Delibes. El comportamiento
electoral, apoyando a quienes pretenden más nacionalismo (español, por
supuesto), más represión, más involución, a pesar que el paro, la precariedad y
la pobreza, correlacionada por las desiguales relaciones de clase, es un buen
barómetro que explica hasta qué punto está interiorizada una cosmovisión
jerárquica del país. Pero incluso, la idea que la democracia es un mecanismo
para que las mayorías se impongan a las minorías también es una muestra de hasta
qué punto el autoritarismo está instalado en los subconscientes. La democracia
sirve para gestionar los conflictos en base al pacto y compromiso, buscando
consensos y realizando cesiones mutuas para llegar a soluciones. Pero esto no
parece estar sucediendo.
Tres. Mecanismos nada sutiles de censura y silenciamiento de la disidencia
Como sucedía con la dictadura checoslovaca, intentar disentir
ante la represión en Cataluña, el País Vasco, o cuestionar la impundad de los
crímenes del franquismo resulta arriesgado. Hay decenas de casos de mecanismos,
no siempre sutiles, de represión. Algunos ejemplos. Durante las manifestaciones
anticatalanas a raíz del retorno de los documentos de la Generalitat del archivo
de Salamanca durante 1995, a los escasos columnistas de la prensa local que
comprendían los motivos de los catalanes,… se les cerraron para siempre las
páginas de los medios. Muchos de quienes cuestionaban la política represiva en
el País Vasco fueron procesados por “apología del terrorismo”. Jueces, como el
mismo Garzón, que intentó investigar los crímenes franquistas, fueron expulsados
de la judicatura, así como tantos otros que tocaron elementos sensibles. Seis
chavales que participaron en una manifestación en Madrid, en apoyo al referéndum
del 1 de octubre están siendo procesados. Algunos de los actos organizados en
apoyo de los independentistas en el estado, han sido prohibidos (a diferencia de
lo que sucede con los actos ultras). Diputados como Joan Tardá, no podían hacer
vida normal en Madrid, porque eran habituales los incidentes en el que le
increpaban o amenazaban por su condición de republicano. Los militares que se
han atrevido a denunciar el franquismo de sus superiores, han sido apartados.
Periodistas que han destapado escándalos de corrupción, están siendo asediados
por grupos mafiosos o las propias fuerzas policiales. Ser un disidente en
España, cuando se atacan los intereses de los herederos franquistas es un
ejercicio arriesgado…. como sucedió con aquellos que apoyaron a la madre de Jan
Palach en su búsqueda de justicia.
Cuatro. Impunidad del franquismo
El Régimen del 78 se construyó para salvaguardar el viejo orden
del 39. Como explicaba el falangista Antonio Labadie en 1974 ante la
incertidumbre de los cambios que se avecinaban, “defenderemos con uñas y dientes
la legitimidad de una victoria que es hoy patrimonio de todo el pueblo español”.
Y, visto lo visto, el búnker se ha salido con la suya. Ni un solo franquista
juzgado. A pesar de que España es el país, tras Camboya, con el mayor número de
desaparecidos, el estado solamente ha servido para obstaculizar cualquier
política de memoria y reparación. El Valle de los Caídos sigue siendo un lugar
de peregrinaje ultra, en el que se difunden los valores de la violencia y el
fascismo. De hecho, el fascismo es legal, en este país. Ni siquiera la
democracia sirvió para extraditar a decenas de criminales nazis buscados
internacionalmente, como el belga León Degelle, tras 46 peticiones de Bruselas,
quien murió plácidamente en 1994. Pero a todo ello hay que añadir que, tras la
ley de autoamnistía de 1977, decenas de crímenes cometidos por la ultraderecha o
casos de torturas protagonizadas por fuerzas policiales, o bien se han mantenido
en la impunidad, o bien han gozado de indultos sistemáticos. Es evidente que así
no puede construirse ninguna democracia. Porque, en el fondo, lo que sucede, es
que la vida de los españoles sigue afectada por los crímenes del franquismo que
la Transición no pudo corregir. Sin justicia, ni igualdad, no es posible ninguna
democracia.
Cinco: una corrupción sistémica y amparada
Ligado a todo ello, debe decirse que el franquismo sirvió,
sobre todo, para otorgar impunidad a los beneficiarios de 1939, y ello se
concretó en poder robar a manos llenas (todavía está por resolver las
incautaciones sistémicas, con ejemplos tan palmarios como el caso del Pazo de
Meirás) que hace que toda España sea el botín de guerra de los franquistas. La
corrupción, amparada a través de relaciones privilegiadas con el poder, que fue
sistemática con el régimen, perduró con lo que llamaron democracia. El
enriquecimiento ilícito, a partir de los contactos con las altas esferas,
especialmente en una promiscuidad entre poder político, económico, jurídico y
administrativo prosiguió sin demasiados problemas. El caso Nóos, sin ir más
lejos, resulta muy ejemplificador de cómo el tráfico de influencias en las altas
esferas permitía hacer del erario público el cajero automático de determinadas
élites blindadas. Pero, sobre todo, la cultura de la impunidad se instaló de tal
modo que el nepotismo y la endogamia de espacios com el jurídico, el
diplomático, la alta administración, y las puertas giratorias con un IBEX 35
plagado de sagas franquistas hacía del estado el patrimonio de unas pocas
familias. Para acabar de rematar, los nietos y biznietos de los franquistas ni
siquiera sienten rubor en exhibir másteres y títulos universitarios que todos
sabemos que son ficticios. Tal es el nivel de arraigo del “no sabe usted con
quien está hablando” en la cotidianidad hispánica.
Seis. Unos medios de comunicación escasamente plurales
España es aquel país en el que los hechos y el relato
periodístico no guardan ninguna relación, incluso más allá de las mentiras
corrientes, sino que a menudo la prensa española explica cómo los hechos
deberían haber ocurrido según las líneas de partido. Esta afirmación, redactada
por Georges Orwell durante la guerra civil, podría aplicarse en el momento
actual. En una sociedad profundamente dividida y sin tradición democrática, la
información es pura trinchera. En las últimas décadas se pasó de un
analfabetismo funcional generalizado, fruto de la ausencia de políticas
educativas durante el franquismo, a un analfabetismo mediático, propiciado desde
las cadenas televisivas generalistas. El franquismo creó un modelo
propagandístico fundamentado especialmente en el monopolio informativo en el
audiovisual, que no pudo transformarse durante la etapa constitucional. En la
actualidad se ha pasado a un oligopolio en el que los grandes medios están
vinculados a un poder económico endogámico en el que grandes grupos de
comunicación son cadenas transmisoras de los intereses de unas élites
autoritarias. Lo hemos podido comprobar en estos últimos años, en los que, por
ejemplo, se ha criminalizado no solamente el mundo abertzale -con unas
estructuras de debate profundamente asamblearias y deliberativas-, sino al 15M o
un independentismo catalán que proviene de una sociedad civil altamente
organizada, autogestionada y profundamente democrática y plural, pero que los
medios presentan como una mezcla entre Corea del Norte y Leni Riefenstahl, en
base a la más burda manipulación mediática, y atizando el odio en términos
parecidos a la televisión yugoslava en los meses previos a su dramática
desintegración. Precisamente las televisiones y los medios han trabajado en las
últimas décadas para ofrecer una imagen de una España uniforme que no se
corresponde con la realidad, escondiendo, para poner un ejemplo, a los diez
millones de catalanohablantes del estado, confinando el euskera o el gallego a
los márgenes del sistema mediático, o inventándose hechos, como decía Orwell,
que deberían encajar con los prejuicios propios. Y ya sabemos que sin medios
libres y plurales, no puede haber democracia.
Pero incluso, se ha silenciado a aquellas voces incómodas y
discrepantes, o se ha sancionado a quienes, mediante rigurosas investigaciones,
han puesto sobre la mesa verdades incómodas. El periodista Xavier Vinader fue
perseguido y exiliado tras denunciar la guerra sucia en el País Vasco. Las
investigaciones recientes sobre los títulos académicos ficticios de dirigentes
del PP, sobre el Bar España, redes de corrupción o sobre el robo de niños por
parte de instituciones afines al régimen han comportado diversos dolores de
cabeza a sus autores, más que necesarios Pulitzer con los que deberían haber
sido premiados.
Siete. Una policía política y, peor aún, la incapacidad de reacción de la sociedad española
Las revelaciones sobre la infiltración y seguimiento a Pablo
Iglesias por parte de la policía española es la punta del iceberg. Las fuerzas
del orden parecen más preocupadas para montar maniobras de descrédito y asedio
sobre la oposición y la disidencia que a perseguir los muchos y variados
crímenes cometidos por aquellos que poseen un exceso de poder. Antes de hablar
de Iglesias, muchos desconocen las diversas maniobras, en base a la fabricación
de pruebas falsas para desacreditar al alcalde Xavier Trias, los seguimientos
ilegales al independentismo catalán, el inexplicable papel (porque no se permite
explicar) de los servicios secretos en los atentado yihadista en Barcelona en
agosto de 2017, las maniobras para erosionar la sanidad pública y tantos otros
muchos escándalos que no han suscitado la más mínima reacción de la opinión
pública española. Que incluso han contado con el boicot televisivo, a pesar de
su extraordinaria audiencia y veracidad. En España hay varios watergate cada
año, y pocos reaccionan. Y eso es impropio de unas democracias. Es terrible, que
como en el caso de Jan Palach, la policía sirva para evitar que la gente
reaccione, para preservar un orden que está bastante claro que va en contra del
interés común.
Ocho. Control casi absoluto del franquismo en instituciones clave
Cosa evidente en la genealogía de las élites del estado y
objetivables en la presencia de la iglesia católica (que, a diferencia de lo que
sucede en el mundo, no está siedo investgada ni condenada por abusos, robo de
niños, explotación,…) las empresas del IBEX 35, la judicatura (en la que no se
duda a apartar a los jueces díscolos que “meten las narices donde no deben”), el
alto funcionariado del estado, el ejército, las fuerzas de seguridad, así como
la connivencia con una ultraderecha que, a pesar de centenares de actos
delictivos, parecen poseer una extraña inmunidad (a diferencia de activistas
pacíficos)
Nueve. Hegemonía de sus símbolos
No. La bandera rojigualda, el himno, la monarquía, o
determinadas tradiciones, no son los símbolos de todos los españoles, sino la de
la España del 39. Ha habido una política de imposición y apropiación de unos
símbolos que no buscan el consenso, sino la escenificación de la victoria del
franquismo, hasta tal punto que buena parte de una izquierda cobarde y
acomplejada los está asumiendo como propios. Lo más lógico sería replantearse
una nueva simbología que debería ser debatida y consensuada. Pero ello no es
así. Precisamente la incomodidad de sociedades radicalmente antifranquistas como
la vasca y la catalana, no las aceptan. Y resulta mucho más simple reivindicar
los propios que intentar cambiar aquellos que representan una España poco
fraterna, y en cambio tan hostil que no duda de ser el complemento cromático y
musical del “a por ellos”. No es ningún secreto que buena parte de la cohesión
nacional se fabrica a partir del enemigo exterior o interior. Pero esta es una
identidad tóxica, fundamentada en el odio y el desprecio. Y el odio y el
desprecio son sentimientos de los que se alimentan las dictaduras. Una
democracia busca el acuerdo, el consenso. Nadie debería tener miedo a construir
unos símbolos aceptados por todos, pero también estructurar el territorio y la
sociedad a partir de nuevos acuerdos. Desgraciadamente la visión uniformista de
España, concretada en sus símbolos excluyentes, acabará por disolverla, porque,
al fin y al cabo, la exhibición de la rojigualda es una manera de resistirse a
una solución pactada, es decir, a una solución democrática.
Diez. Cataluña y el jucio farsa
En sus estudios sobre audiencias y redes sociales, el analista
Joe Brew destacaba el escaso interés que está suscitando entre la opinión
pública española el juicio contra los independentistas en el supremo. Se ve
claro que para la mayoría, la vergüenza de una farsa retransmitida en la que la
sentencia ya está redactada, los testimonios de la acusación están abiertamente
falseados, se vetan testigos pruebas clave de la defensa están dejando la imagen
pública de España a la altura de Arabia Saudí. Pero aún así son pocas las voces
que se alzan ante tamaña injusticia. En cierta manera, el juicio contra los
independentistas es un acto supremo de prevaricación, no únicamente desde un
punto de vista administrativo, sino, sobre todo, moral. En las dictaduras, todos
callan ante la injusticia. En las democracias un conflicto tan serio como el de
Cataluña estaría tratándose mediante el diálogo, siempre incómodo, siempre
difícil, siempre insatisfactorio, pero inmensamente más práctico que producir
una ruptura irreparable que acabará volviéndose en contra de quienes detentan el
poder.
Conclusión
Seguramente, este artículo generará no poca indignación entre
quienes prefieren vivir con los ojos vendados. Como Borrell, muchos se
desgañitarán afirmando que España es una democracia ejemplar. Pero como reza el
proverbio, “dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”. Las
autoridades de la Checoslovaquia comunista no se cansaban de describir el
paraíso en la tierra, el mejor de los mundos posibles que representaba su
república democrática y popular. Entonces, ¿por qué tenían que atacar a quienes
defendían la honorabilidad del gesto del joven Jan Palach? España no es una
democracia. Y no lo será hasta que se sacuda de encima la tóxica herencia
franquista; la de las instituciones, pero aún más importante, la que todavía
impregna el subconsciente de millones de españoles.
Font: https://diario16.com/por-que-espana-no-es-una-democracia/
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