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El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en el Senado, en Madrid, en diciembre de 2018 Juan Carlos Hidalgo/EPA vía Shutterstock |
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MADRID — El parlamento español solía ser
tan aburrido que Celia Villalobos, una de sus diputadas más controvertidas, fue
sorprendida hace cuatro años jugando a videojuegos durante el
Debate sobre el Estado de la Nación. Para cuando la veterana congresista anunció
su jubilación la semana pasada, 33 años después de su estreno, el tedio había
sido reemplazado por la crispación y la vida parlamentaria convertida en una
permanente disputa de bar. “Me hubiese gustado terminar mi carrera con un
acuerdo”, decía Villalobos en su despedida,
recordando los tiempos en los que eso era posible.
España celebrará el 28 de abril sus
terceras elecciones generales en cuatro años, después de que el último gobierno
haya sido el más breve de la democracia con ocho meses de legislatura. En la
nueva política española, sumida en una campaña electoral interminable, se aprueban menos leyes que nunca, el interés de los ciudadanos rara vez gana un pulso al de los
partidos y el diálogo es repudiado como una estrategia de perdedores. El
resultado es un país cada vez más ingobernable.
El riesgo es que España termine imitando
el desorden político de Italia, “pero sin italianos para gobernar”, como predijo el expresidente Felipe González cuando llegaron los nuevos partidos. El matiz es importante
porque el país transalpino está acostumbrado a vivir en el precipicio político
—ha tenido 67 gobiernos en los últimos setenta años— y los españoles somos más
dados a arrojarnos por él. Solo una clase política renovada y meritocrática,
dentro de un sistema donde asciendan los mejores, podrá pilotar los desafíos que
asoman en el horizonte.
El bipartidismo, que durante décadas
permitió a Partido Popular (PP) y al Partido Socialista Obrero Español (PSOE)
alternarse en el poder sin grandes sobresaltos, fue enterrado por la gran
recesión de 2008, la corrupción y el hartazgo hacia unos representantes más
preocupados por sacar provecho del sistema que de mejorarlo. Quienes miran a esa
época con nostalgia admiten sus fallos, pero recuerdan que al menos se formaban
gobiernos con margen para planificar estrategias y mayorías para
ejecutarlas.
Aún más lejos queda el recuerdo de los
estadistas que durante la Transición, y a pesar de tener que gestionar una
situación más delicada, dejaron atrás sus diferencias para llegar a grandes
pactos que permitieron al país subirse al carro de las naciones modernas.
Lo sorprendente de la actual situación de
bloqueo es que, con una crisis como la de Cataluña
amenazando la integridad territorial y una larga lista de problemas que incluyen
altas tasas de precariedad y desigualdad, lo que recetaría cualquier médico que tratara países sería lo
contrario: políticos que asuman que las reglas han cambiado, miren más allá de
las trincheras ideológicas y estén dispuestos a llegar a acuerdos, especialmente
con quienes no están de acuerdo.
El acuerdo al que hacía referencia Villalobos, y con el que le habría gustado despedirse, trataba de
garantizar las pensiones de los mayores, pero fracasó entre recriminaciones tras
casi tres años de trabajo. Ni siquiera los asuntos de Estado con menos costo
político, como educación o sanidad, escapan al ambiente crispado y la
incapacidad de consenso.
El parlamento se ha convertido en un
refugio para diputados de escasa preparación, donde apenas el 36 por ciento tienen alguna
experiencia profesional fuera de sus partidos. La partidocracia española, con
sus listas cerradas y ausencia de democracia interna, se ha convertido en un
rodillo que aplasta el talento y margina las propuestas más audaces. Los mejores
ni se plantean una carrera de servicio público y
huyen de un oficio que vive uno de sus momentos de mayor desprestigio.
Pablo Casado, el presidente del Partido
Popular (PP), en un evento convocado por Ciudadanos y Vox el 10 de febrero de
2019 CreditÓscar del Pozo/Agence France-Presse — Getty Images
Hacen falta buenas dosis de optimismo para
pensar que las próximas elecciones resolverán todas esas carencias. A los
partidos tradicionales, los regionales o los nacionalistas de Cataluña y el País
Vasco se unirá con toda probabilidad la extrema derecha de Vox, que irrumpió con fuerza en el
parlamento andaluz en diciembre. Un resultado en el que los partidos de
izquierda o derecha no consigan sumar una mayoría podría repetir el bloqueo de 2015-2016, cuando
España estuvo un año sin gobierno y fue necesario repetir las elecciones.
Las encuestasapuntan a esa
posibilidad.
La convocatoria de los comicios de abril
ha iniciado el baile de nombres que los partidos incluirán en sus listas
electorales. Es un ejercicio tradicionalmente utilizado para premiar lealtades y
castigar disidencias que estaría mejor empleado si sirviera para incorporar
profesionales de diferentes sectores, voces transformadoras, espíritus
independientes y personas capaces de empujar una reforma institucional que frene
el deterioro de la clase dirigente.
El parlamento que salga de la votación
debería promover una renovación del Senado —hoy una cámara inoperante cuya
principal función es ofrecer una jubilación dorada a elefantes políticos—,
acabar con el sistema de listas cerradas que impide a los
parlamentarios votar con libertad en el congreso, mejorar el reglamento para
fomentar debates menos encorsetados —el modelo británico es un buen ejemplo— y
dotar a las comisiones internas de un poder de supervisión real sobre las
actividades de los diputados y su rendimiento.
Pero nada de ello servirá de nada si los
partidos no crean sistemas que fomenten la promoción de los mejores dentro de
sus filas. Las primarias tendrían que abrirse a todos los electores, siguiendo
el modelo estadounidense, y convertirse en obligatorias. Los sueldos públicos en
puestos clave necesitan ser más competitivos —el presidente del país cobra
82.978 euros al año— y la
política debe civilizarse para atraer a profesionales del sector privado. Los
electores también tienen su responsabilidad en ese proceso de selección: si
quieren mejores servicios y políticas tendrán que ser más exigentes a la hora de
votar, descartando a quienes ofrecen retórica vacía en lugar de propuestas,
insultos en lugar de debate razonado y división oportunista cuando el país
necesita diálogo constructivo.
La política española está necesitada de
personalidades que entiendan que el diálogo y la negociación no son muestra de
debilidad y que la valentía, a menudo, consiste en enfrentar tus ideas a las
contrarias para buscar un punto de encuentro. Los primeros días de precampaña
muestran, en cambio, a una nueva generación de políticos que, enredada en
antipatías personales y egos excesivos, carece de la cultura de pacto que
demanda la aritmética parlamentaria.
Los cuatro candidatos a la presidencia del
gobierno español llegaron a la política con la promesa de renovarla: pero el
cambio que prometían va quedar en una mezcla de parálisis y vicios del viejo
bipartidismo.
El líder conservador, Pablo Casado, se ha instalado en
el insulto fácil; los liberales de Albert Rivera han empezado su
campaña anunciando con quién no piensan hablar; la nueva izquierda de Pablo Iglesias ha boicoteado
pactos positivos para la ciudadanía con fines electoralistas, y el presidente,
Pedro Sánchez, ha demostrado en
el poco tiempo que ha gobernado un escaso respeto por la independencia de las
instituciones o las empresas públicas.
Nadie se sorprenda si los ciudadanos
terminan añorando los tiempos en los que la diputada Villalobos superaba el
aburrimiento jugando a videojuegos.
David Jiménez es escritor y periodista. Su
libro más reciente es “El lugar más feliz del mundo”.
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