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| Credit Marta Pérez/EPA vía Shutterstock | 
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BARCELONA — El catalanismo ha tenido una 
semana de justicia poética gracias a la televisión. Por un lado, el Barça 
desquició dos veces al Real Madrid —fuera de la Copa del Rey, casi fuera de la 
Liga— y luego un Ajax de inspiración culé completó la tarea al eliminarlo de la 
Liga de Campeones.
Como el fútbol es la política por otros 
medios, las discusiones de pelota en Cataluña se han mezclado con el peloteo de 
un evento mayor para el independentismo: el juicio, también televisado, a los 
líderes del procés. La decisión errónea del Estado español de enjuiciar 
al liderazgo independentista catalán —llevaron a la justicia un entuerto que 
debían resolver la Moncloa y la Generalitat— ha secuestrado la política española 
para exhibirla en directo. Fue, además, un grueso error de cálculo de Madrid, 
pues la judicialización de la política amalgama al catalanismo. Los gritos de 
libertad a los presos políticos no han cesado y las movilizaciones, como la 
concentración de más de 200.000 personas en Barcelona en 
febrero, se mantienen vivas.
Los catalanes han entendido la paradoja: 
aceptar ser juzgados por un Estado al que desdeñan puede ser útil para sus 
aspiraciones de largo plazo. Así que han hecho de su defensa un espectáculo para 
discutir tres verdades dirigidas a la audiencia de la televisión: la verdad 
política, la histórica y la jurídica. Cada una apunta a que España se exhiba 
como una nación incapaz de manejar los deseos de las comunidades que la 
integran. Y tal como van las cosas, el catalanismo parece ir ganando ese partido 
simbólico igual que el Barça se tragó al Madrid.
Jordi Cuixart, el presidente de Òmnium 
Cultural —una de las entidades clave en la construcción social del 
independentismo—, es una de las voces de la verdad política del lado catalán. 
Cuixart ha defendido la idea de que la independencia es un pedido de más 
democracia en una nación monárquica que va a destiempo con la historia. Sus 
intervenciones han expuesto al ridículo a la acusación del Estado y su entusiasmo —aunque enfrente una posible condena 
de más de diez años— encaja bien con el espíritu romántico de los 
independentistas catalanes, que se sienten perseguidos por Madrid.
La disputa por la verdad histórica tiene 
nombre y apellido: Oriol Junqueras. En su alegato inicial, el líder de Esquerra 
Republicana, el partido independentista de izquierda, defendió las actuaciones 
del catalanismo como un acto de fe democrática. Las palabras de Junqueras en el 
Tribunal no eran para los jueces: fue un discurso para edificar su lugar en la 
historia. La prisión no es un problema para él. Devoto católico, ha repetido que 
no tiene reparos en asumir la cárcel. Sabe que la historia la escriben los que 
ganan y cree que los catalanes del futuro encontrarán en su martirio un nuevo 
heroísmo inspirador.
Finalmente, la verdad jurídica, la gran 
victoria pírrica —y, por lo tanto, derrota— de España. La acusación pretende 
condenar a los catalanes por rebelión, sedición y malversación de fondos, entre 
otros cargos. Pero los delitos de rebelión y sedición —que presuponen violencia, 
ausente en el camino al referéndum del 1-O— se 
desmoronan. Poco hizo el Estado hasta ahora para demostrar, además, que la 
Generalitat catalana desvió fondos de las arcas públicas para financiar el 
proyecto independentista. Todo parece indicar que la acusación del Estado 
buscará condenar a los líderes catalanes por conspirar para rebelarse. Que el 
juicio se aferre a una acusación secundaria —la conspiración— cuando iba por 
todos los cargos, no es una victoria para celebrar en Madrid.
El juicio aún no está cerrado —se prevé que se dará una sentencia en julio—, pero los catalanes llevan la ventaja simbólica: han vivido 
diez años defendiendo aquello por lo que los acusan, mientras que el Estado 
español ha montado su caso con prisa. Le cuesta encontrar elementos para probar 
que los catalanes se han alzado contra el Estado, “violenta y públicamente”. 
La acusación palidece, titubea, 
como un bote mal armado rumbo al naufragio.
El modo en el que se ha desenvuelto el 
juicio ha demostrado lo mismo que el fútbol: no es buena idea atacar a los 
catalanes sin tener buena defensa. Discutir de política en un tribunal mezcla 
los balances democráticos, pero aún hay una claudicación mayor cuando quienes 
auparon al catalanismo se lavan las manos con un cinismo vergonzoso. Sin ir más 
lejos, el expresidente Mariano Rajoy dijo haber olvidado casi todas sus 
decisiones comprometedoras, su vicepresidenta siguió el mismo juego y el 
exministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, completó la triada: no solo no 
asumió responsabilidad por la represión policial en el 1-O contra civiles, sino 
que achacó la violencia a malas decisiones de los policías en las calles.

El juez Manuel Marchena escucha los 
argumentos de la fiscalía en el Tribunal Supremo de España, en Madrid. 
CreditBallesteros/Agence France-Presse — Getty Images
El bochorno en vivo y en directo: en el 
banquillo de los testigos, las tres máximas autoridades del gobierno español se 
fueron sin pagar su cuenta. El daño a la seriedad institucional producido por 
dejar que los jueces arreglen lo que los políticos debían remendar se ve a 
diario por las cámaras de televisión del juicio. Cuando la sala no es una 
tribuna política, los acusados actúan como una pandilla de rebeldes sarcásticos 
y la fiscalía del Estado, como señores que precisan una siesta. Causa gracia, 
pero no da risa. En el juicio al procés acabará en el banquillo la 
confianza de millones de catalanes en el sistema judicial español así como, para 
los españoles, la capacidad de sus instituciones para solucionar lo que la 
política no quiso.
En esta ópera bufa, solo el presidente del 
Tribunal, Manuel Marchena parece mantener la seriedad. Marchena se esfuerza por 
llevar la acusación del Estado y las respuestas de los catalanes al terreno 
jurídico, quizás convencido de que, cualquiera sea el resultado, es mejor que se 
ajuste al espíritu de la ley que a una revancha política mal planeada o a la 
acusada caza de brujas denunciada por el independentismo. No es una posición 
sencilla. Los catalanes tienen claro que su apuesta por la verdad histórica y 
política es superior a la verdad jurídica. Si acaban libres sentirán que hubo 
justicia; si la condena es menor, sabrán que el Estado español jamás tuvo un 
caso de peso, y, si los encarcelan, serán los mártires políticos de las futuras 
generaciones del independentismo.
Cualquiera sea su resultado, el juicio 
será una derrota, una oportunidad perdida para solucionar la crisis política con 
Cataluña.
Diego Fonseca es un escritor argentino que 
vive entre Phoenix y Barcelona. Es autor de “Hamsters” y editor de, entre otros 
títulos, “Crecer a golpes” y “Tiembla”.
 
 
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