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A veces salimos a pasear, y me pregunta qué opino de su cuerpo. Qué creo que está pensando la gente al mirarla.
Yo le digo que su cuerpo es un cuerpo como el mío. Que nadie piensa nada malo. Pero a ella le da asco su propia piel, porque es la piel que él tantas veces usó, tocó y ensució.
La primera vez que me escribió acababa de cumplir 18 años. Su
novio la había encerrado en su casa bajo llave. Aprovechó su ausencia y usó la
desesperación del momento para enviarme un correo que llevaba semanas en
borradores pero que no acababa de mandarme.
No nos conocíamos de nada, pero me había leído muchas veces. Es
curioso que me eligiera a mí para contar por primera vez qué le estaba pasando,
porque por aquel entonces -me confesó más tarde- solía pensar que yo me pasaba
de la raya con mis artículos, que debía de odiar a los hombres por algún motivo
y que era una feminista pero “de las exageradas”. A pesar de eso, solía
leerme, empujada por una parte por el “a ver qué locura le ha dado hoy” y por
otra porque “a veces saco cosas interesantes entre tanta barbaridad”.
Mientras pensaba todas esas cosas de mí, su novio la estaba
maltratando de varias formas: había conseguido que ella le diera todas las
claves de sus redes sociales, también abusaba de ella, la maltrataba físicamente
y había conseguido acabar con toda su autoestima. Nada de lo anterior aparecía
reflejado en su primer correo de esta forma. No había ni rastro de estas
expresiones o palabras, pero lo que me contaba era exactamente eso maquillado
por la perspectiva de una chica sometida. “Es que a veces posteo en instagram
fotos mías en bikini, aun sabiendo que no le gusta”, “me pega pero yo se la
devuelvo”, “es que después de mucho insistir para hacerlo yo acabo cediendo.
Luego me dice que es normal que llore, que esto nos pasa a las chicas a veces.
Yo no lo sé, no he estado con nadie más”. Y la aclaración final, que tanto se
repite en estas conversaciones: “No me malinterpretes, él no es lo que tú estás
pensando”.
Le insistí para que, si se fiaba de su familia, se lo
contara. Su familia lo era todo para ella, y si se resistió volvía a ser por un
motivo más que común: le daba pavor que pensaran mal de él. Al final cedió y lo
contó todo y, como ella esperaba, recibió un apoyo sin fisuras. Muchas veces no
se trata de que no se tenga a quién recurrir, sino de la protección que las
víctimas prestan a sus agresores, por no percibirlos como tales. A pesar de todo
por lo que había pasado con él y la opinión clara de su entorno sobre el nombre
que eso recibía, ella no podía creer que fuera víctima de maltrato. Sentía que
no merecía ese apellido, porque esas mujeres eran las demás: ese nombre sólo
debían llevarlo las chicas buenas, decentes, inmaculadas en todo lo que hacen.
Durante un par de meses volvía a escondidas con él para, días después, volver
rota a su familia y a nuestros correos. La última vez que decidió no volver más
con él fue el día que él la violó después de darle una paliza.
El día que la conocí, él ya estaba en prisión preventiva hasta
que llegara el juicio. Pesaba 50 kilos aunque era tan alta como yo. Se sentía
culpable porque repetía que ella lo había metido en la cárcel, y por nada del
mundo quería que nadie sufriera por su culpa. La atormentaba incluso mi
sufrimiento. La culpa se había pegado a ella de una forma que no había palabras
de consuelo. Por aquella época solía preguntarme constantemente qué se comía en
la cárcel, cuánto tiempo podía un preso disfrutar del aire libre, si se podía
ver la tele en prisión. Por las noches, el trastorno de estrés postraumático
(TEPT) empezaba a no dejarla dormir. Se levantaba de madrugada con pesadillas y
vómitos.
Meses después llegó el juicio. Su familia llevaba tres mudas de
ropa en una mochila para cuando vomitara. Las necesitó todas porque el abogado
de su ex novio la machacó psicológicamente en el juicio, la culpó, insinuó que
ella lo había provocado todo, intentó que su dolor y sus secuelas fueran
achacadas al hecho de que ella era demasiado sensible. Los partes médicos, las
fotos de su cuerpo magullado, los testimonios de testigos y el historial de sus
conversaciones de Whatsapp hicieron que los peritos, el fiscal y el juez lo
vieron claro y él acabó condenado. Menos tiempo de lo que pedía la fiscalía,
menos de lo que pedía la acusación, menos de lo que merecía, pero al menos
estaría lejos de ella y del resto de mujeres.
Ahora va a cumplir 21 años y aún no ha podido empezar la
universidad. Su vida se paró para ella en el verano de sus 18, y nada desde
entonces ha vuelto a la normalidad. Ha pasado por varias, cambios
de medicaciones, asistencia a grupos con chicas con experiencias similares.
Nada. Sigue despertándose por las noches, sigue sin querer contacto de ningún
tipo de hombres, siguen acosándola los recuerdos cuando menos se lo espera. No
hablamos de recuerdos en forma de burbujas identificables, sino recuerdos vivos
que la transportan a los momentos en los que él la violó. De eso va el trastorno
de estrés postraumático: de revivir una y otra vez los momentos más horribles de
una vida y sentir que están pasando de nuevo, sentirlos con todo el cuerpo: con
el tacto, el olfato, la vista, el oído.
A veces el TEPT la deja respirar, pero aún son raros esos días.
La depresión no ayuda, ni tampoco desaparece: sigue fuerte, renovada con cada
pequeño o gran revés que le da la vida, que en tres años han sido varios. Y
vuelve a caer de nuevo al pozo donde la arrojaron. A veces confiesa que ha
olvidado quién es, cómo era ella antes de “esto”. Y tema que esa chica que fue
no vuelva nunca más.
Una de sus terapeutas le mandó un ejercicio: ir sola y
comprarle una botellita de agua en un bar donde atendieran sólo hombres. Ella,
esforzándose ante la promesa de su entorno de que todo estaría bien antes o
después, lo hizo. Se acercó a un bar de su barrio y le pidió al camarero una
botella de agua. Éste le puso una sobre la barra, pero un segundo camarero
apareció por detrás de ella, y cogió la botella mientras ella buscaba el dinero
en su cartera. Acto seguido la cogió a ella por la cintura y jugó a acercarle y
alejarle la botella, mientras le decía que era preciosa. Nunca ha vuelto a hacer
aquel ejercicio.
A veces salimos a pasear, y me pregunta qué opino de su cuerpo.
Que qué creo que está pensando la gente al mirarla. Yo le digo que su cuerpo es
un cuerpo como el mío. Que nadie piensa nada malo. Pero a ella le da asco su
propia piel, porque es la piel que él tantas veces usó, tocó y ensució. A veces
no sé cómo convencerla de que la gente no la ve con sus ojos. Que nadie puede
advertir mirándola a los ojos por lo que ha pasado. Ella a veces me cree, o hace
como que me cree. Pero algo le dice que la gente siente el mismo asco por su
cuerpo que ella. Piensa que es imposible no ver algo así. La chica más
maravillosa que he conocido en mucho tiempo se repugna a sí misma. Y tres años
más tarde, nada ha cambiado. Tampoco el hecho de que se rompa la cabeza pensando
en cómo podría haber evitado lo que le pasó. Cómo podría haber actuado ella para
que su familia no esté sufriendo tanto por su “culpa”. Ya ni siquiera piensa en
su dolor, se ha habituado a él y ha olvidado cómo es vivir sin sufrir.
Ya no lee. Ni a mí ni a ninguna feminista. Le hace daño cada
uno de los artículos que ponen de relieve la violencia contra las mujeres,
porque la hace volver una y otra vez a su propia experiencia. Le apasionaba leer
libros pero hace mucho que no toca uno: se ha encontrado con abusos y
violaciones en demasiados de ellos, ya no quiere arriesgarse más. Para ella, las
descripciones de violencia la hacen sumergirse en el TEPT y revivir y volver a
revivir.
Está cansada. Muy cansada. Ya no lucha como antes. Ha dejado de
creer que algún día todo volverá a la normalidad y, de hecho, nos pide
activamente que dejemos de repetirle que va a curarse. “Porque no lo sabéis, no
sabéis si voy a estar bien o si un día no voy a poder más”. Si la impotencia al
escuchar esto es inaguantable, no puedo imaginar cómo es estar en el lado de
quien lo dice. Nadie puede a no ser que hayas estado ahí y lo hayas dicho. Y
tienes que respetar ese deseo. Respetarlo y callar. No volver a decirle que las
terapias funcionan, no volver a decir que es un proceso lento pero que
recuperará su vida. Porque te está pidiendo que no quiere oírlo más. "Escribe
sobre las chicas como yo, las que nunca se curan", me dijo hace unas semanas.
"Nadie habla de nosotras, sólo veo por ahí dos tipos de experiencias: las
mujeres que acaban de pasar por algo como yo, y las historias de superación que
me hacen sentir que soy una víctima de segunda categoría, porque no he
conseguido superarlo después de tanto tiempo". Y aquí está este texto. Por ella
y para ella, aunque no vaya a leerlo. Y aunque yo no acepte nunca que no vaya a
superarlo, ella quiere que se compartan las historias de quienes no consiguen
ver la luz con el paso de los años.
Es una de las personas que más quiero en el mundo, porque su
bondad no conoce límites, y porque a pesar de todo lo vivido sigue queriendo más
que nada en el mundo que la gente sea feliz. Sus únicos momentos de alegría son
cuando algo bueno nos pasa a las personas que conformamos su entorno. Ves el
brillo en sus ojos y una sonrisa en paz. Luego, todo vuelve a ser tinieblas.
Él saldrá de esa cárcel antes que ella de la suya. Y eso será
otro revés que la hundirá en el miedo y en los recuerdos vivos que le impiden
ser quien era. Él tendrá todo el tiempo del mundo y la vida por delante para
destrozar otras vidas, porque adivinen qué: el tiempo que está pasando en
prisión no está obligado a asistir a ningún tipo de terapia específica para su
integración, no está viendo a ninguna profesional que le enseñe que él no está
allí por mala suerte o por haber dado con una “loca” que le puso “una denuncia
falsa”. El sistema no lo está preparando para volver a la sociedad pero él va a
volver de todas formas. Y va a volver más enfadado que nunca porque durante todo
este tiempo en prisión, el sentimiento de injusticia y de años perdidos ha ido
creciendo en su interior: sigue pensando que la justicia está hecha para mujeres
y que él es solo otra víctima de una denuncia falsa.
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