John Kekes, profesor emérito de filosofía de la universidad de Albany, publicó en el 2007 un libro de ensayo con el título “The Roots of Evil” (las raíces del mal), en el que analizaba una serie de circunstancias sociales a lo largo de la historia, en las que se había producido un fenómeno que podríamos describir como un “mal endémico, un mal extensible al grueso de una población”.
Creo que este mal endémico es el que el Estado español lleva años descargando contra Catalunya y sus ciudadanos. Y cuando me refiero a los ciudadanos catalanes me ciño a aquellos que lo son porque quieren serlo (“voluntat d’ésser catalans” que decía Vicens Vives), y no a aquellos que habiendo nacido o no en Catalunya se consideran ciudadanos españoles y sólo administrativamente lo son de Catalunya.
Hago esta aclaración porque estoy harto de las sandeces que prodigan algunos tertulianos, disfrazados de políticos, y algunos políticos, travestidos en tertulianos, sobre los “buenos y malos catalanes”. No hay tal cosa. En Catalunya hay catalanes y españoles que viven en Catalunya (insisto, hayan nacido o no aquí). Una lectura distinta es ignorar los fundamentos de la antropología cultural. Que en las actuales circunstancias los primeros sean mayoritariamente independentistas y los segundos españolistas, es una simple aplicación de la lógica más elemental.
O sea, los receptores de esa ola de maldad son los catalanes y, por extensión, sus representantes democráticamente elegidos, sus instituciones, su lengua, sus costumbres, su forma de entender la vida, su historia, sus proyectos de futuro.
Dice John Kekes, con el rigor académico que le caracteriza, que “La maldad es el más serio de nuestros problemas morales. Toda la crueldad del mundo, la codicia, los prejuicios y el fanatismo arruinan la vida de incontables víctimas. La atrocidad provoca atrocidad. Se alimenta un odio furioso hacia el enemigo real o imaginario, que rebela unas tendencias salvajes y destructivas en la naturaleza humana. Comprender esto cuestiona nuestras ilusiones optimistas sobre el peso de la razón y la moral en la mejora de la vida humana. Desecharlas es de importancia vital, porque son los obstáculos para poder contrarrestar la amenaza del mal”.
Desde el amplio campo de las ciencias sociales hay un eterno debate entre la psicopatía y la sociopatía, hasta el extremo de que algunos (psicólogos, psiquiatras, criminólogos) las confunden. Donde sí existe un acuerdo respecto al modelo de comportamiento es que en el psicópata el mayor peso de la desviación se halla en el propio sujeto (por razones genéticas, hormonales o químicas) y en el sociópata el protagonismo lo tiene el entorno.
Que algunos personajes expresen de forma continuada un odio y un ensañamiento maligno contra Catalunya y los catalanes, podría ser clasificado como conducta psicopática. Pero cuando se detecta una extensión de la conducta a una pluralidad de actores e instituciones, el fenómeno cobra otro sentido. Es cuando la sociopatía se hace endémica. En el contencioso catalán hay signos evidentes de maldad.
La hay cuando el representante simbólico del Estado toma partido de forma agresiva contra una parte de la población, en lugar de hacer de árbitro como le compete. La hay cuando los partidos mayoritarios cercenan los derechos de los catalanes, en una interpretación sesgada de la Constitución (155). La hay cuando se ordena a las unidades más violentas de las fuerzas de seguridad que ataquen a los ciudadanos, que de forma pacífica pretendían votar. La hay cuando se pone al frente de esas unidades a personajes con una trayectoria ligada al Régimen franquista. La hay cuando después de la masacre se conceden premios a los más beligerantes. La hay cuando el poder judicial (jueces y fiscales) hacen una lectura intencionada y perversa de unos hechos que gracias a las nuevas tecnologías ya no pueden tergiversar por más que lo intenten. La hay cuando se aplica una presión preventiva sine die (un hito en la historia penal) a unos representantes políticos y cívicos que no hicieron más que cumplir su obligación. La hay cuando las acusaciones se ajustan a una fabulación que no tiene nada que ver con la realidad. La hay cuando todo ello es jaleado no sólo por los partidos españolistas, sus medios afines (prácticamente todos) y sus centros de poder económico-financieros, sino también por las máximas autoridades de la religión oficial del Estado (el nacionalcatolicismo), a través de la Cope o de Trece televisión, de las que son propietarios (Conferencia Episcopal). La hay cuando un llamado Tribunal Constitucional emite dictámenes en el sentido y en el tiempo que el poder ejecutivo le indica. La hay cuando el máximo ejecutivo del Consejo General del Poder Judicial hace pública una carta dirigida a un juez de instrucción de Barcelona (que estuvo en el origen de la causa general, tras aceptar una denuncia del grupo ultraderechista y extraparlamentario Vox) en la que no le anima a ser justo, generoso y responsable (que es la obligación del cualquier juez) sino que le felicita porque “cambió el rumbo de la historia de nuestro país”, lo que no es más que una vulgar soflama. La hay cuando se archivan causas penales graves, como es la utilización de las cloacas del Estado para destruir la vida, la imagen, el respeto y la familia de aquellos que resulten molestos. La haycuando los autoproclamados “intelectuales progresistas españoles” permanecen en silencio ante tan graves hechos. La hay cuando el “a por ellos” se generaliza. La hay cuando las autoridades internacionales de los Estados más próximos se inhiben ante la constante vulneración de los derechos más elementales.
Esto no es nuevo. Hanna Arendt ya formuló su interesante hipótesis sobre la “banalidad del mal”, en su libro, publicado en 1963, “Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil”. Allí explica cómo se creó el entramado burocrático que propició el holocausto. Eichmann no era un psicópata; estaba allí y se limitó a cumplir órdenes, sin preguntarse si éstas eran o no justas. Si te distancias de la realidad y no haces ningún esfuerzo para comprenderla, acabas normalizando la maldad. Esto no justifica tu conducta, pero la sitúa en su propio contexto. En palabras de Arendt: “Cuando hablo de “banalidad” no lo hago sólo a nivel objetivo; me limito a destacar un fenómeno que a lo largo del juicio se hizo evidente: Eichmann no podía estar más lejos de “ser un malvado”. Eichmann simplemente “nuca supo lo que hacía”. Y, como él, una gran mayoría de la población alemana, que aceptó como buenas las políticas nazis de persecución racial y genocidio, tomando como base la conformidad social y la obediencia a la autoridad. Y no era una obediencia pasiva, pues el régimen nazi fue hasta el último momento extremadamente popular.
El Estado español lleva siglos fomentando las raíces del mal, algo que la humanidad como especie arrastra desde sus orígenes. Y aunque nuestra tendencia natural a la animosidad y a la destrucción coexista con la tendencia a la empatía y a la cooperación, el sesgo se da en el sentido equivocado. En una correspondencia cruzada entre Albert Einstein y Sigmund Freud (1931-1932), el primero preguntó al segundo: “¿Es posible controlar la evolución mental del hombre, de forma tal que se constituya en una barrera contra la psicosis del odio y la destrucción?” A lo que Freud respondió: “No es probable que seamos capaces de suprimir las tendencias agresivas de la humanidad”.
El comportamiento del Estado español, en su dimensión total (personas e instituciones), parece confirmar el peor de los dictámenes. Solo la banalización del mal explica lo que está ocurriendo.
Font: LAS RAÍCES DEL MAL
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