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El quinto episodio de la tercera temporada
de la serie británica Black Mirror, Men Against Fire podría servir como la mejor
metáfora a la hora de comprender la manipulación mediática y operación de guerra
sucia para administrar el conflicto catalán. Para quien no lo haya visto, una
breve descripción de la trama. En un futuro distópico, una organización militar
se dedica a perseguir y exterminar una raza mutante (los roaches o cucarachas)
que se esconden en lugares poco accesibles y presentan un aspecto aterrador,
emitiendo gruñidos incomprensibles, y de quien se dice que se dedican a la
violencia. Cad soldado posee un implante neuronal que sirve para agudizar sus
sentidos y así perfeccionar su eficacia letal. En una de las persecuciones, el
protagonista recibe una descarga de luz que le sobrecarga en el chip, hasta que
éste empieza a fallar. Es así como, no solamente empieza a darse cuenta que el
implante le engaña sobre su propia existencia, mucho más gris de lo que le
muestran unos sentidos manipulados, sino que la presunta raza mutante,
corresponde en realidad, a humanos como a él, y que los gruñidos son,
simplemente palabras que puede comprender fácilmente. Porque, en realidad, el
chip sirve para distorsionar su percepción y, así, deshumanizar a las víctimas,
porque en cierta manera, el implante es como la propaganda en tiempo de guerra:
anula la capacidad de empatía a fin de ser manipulados al antojo de sus mandos,
y así poder practicar la violencia sin cuestionamientos morales ni
remordimientos.
Men Against Fire nos sirve para describir
el trato mediático y político a Cataluña en los últimos años. Los medios de
comunicación convencionales, así como buena parte de las redes sociales se han
concentrado a atizar el odio contra Cataluña y a realizar unas tareas de
manipulación informativa descaradas. Desde programas como Espejo Público, los
informativos de las cadenas generalistas, los medios digitales, la prensa de
Madrid se establece una competición a ver quién es más antiidependentista. De
hecho, los independentistas son tratados y distorsionados como los “roaches” o
“cucarachas”, y, de hecho, los tópicos usados no difieren de los recursos
utilizados por los antisemitas en Centroeuropa en los años que precedieron a la
segunda guerra mundial. Esto se complementa con un apagón informativo sobre lo
que sucede realmente en una Cataluña que, por su parte, y ante la bacanal de
mentiras mediáticas, ha dado la espalda a estos medios (la caída de consumo
televisivo respecto a las cadenas con sede en Madrid, así como con las cabeceras
de los periódicos tradicionales tiene magnitudes históricas). La ofensiva del
odio ha conseguido serrar los cables que mantenían unida una ciudadanía diversa
a un estado que, vista la represión del 1-O y posterior, y los silencios
cómplices de la sociedad civil española, difícilmente se podrán recoser. El
divorcio mental ya es una realidad. Y esto se convierte en un grave problema
político que no hará sino empeorar mientras no se aborde mediante la política y
desde una democracia que tiene que ver con las urnas y el pacto –como entienden
los independentistas-, y no con las leyes y la represión -como practica el
nacionalismo español amparado en sus instituciones- Por supuesto, para deshumanizar a
catalanes (como previamente se había hecho con los vascos, o con los disidentes
respecto al postfranquismo que domina los resortes del estado) es necesario un
relato que justifique el odio. Y para ello, es necesario construir mentiras, que
para que sean creíbles, requieren dosis homeopáticas de verdad. Esto no pretende
ser un inventario exhaustivo, pero sí contiene elementos bastante repetidos
desde los medios de comunicación y responsables políticos y que, o bien se han
instalado como creencias recientes, o bien llevaban mucho tiempo instaladas en
el subconsciente colectivo de buena parte de la sociedad española en una
relación España-Cataluña siempre conflictiva. No olvidemos que ya en el siglo
XVII, Quevedo, un precursor de intelectual orgánico y de los tertulianos
contemporáneos, ya consideraba a Cataluña como “aborto monstruoso de la
política.”
Mentira número 1: Cataluña está
dividida
“Las familias se rompen”, “se persigue a los ‘constitucionalistas’”, … En fin. Cualquiera que tenga un mínimo contacto con la realidad, comprobará esta falacia de magnitudes olímpicas. La cuestión del independentismo, contrariamente a la burda propaganda impulsada por Ciudadanos, no divide a la sociedad catalana en absoluto, sino que, como cualquier otra cuestió polémica, permite visibilizar opiniones y posiciones diferentes. Toda sociedad democrática se caracteriza por su capacidad de administrar discrepancias, y el discurso catastrofista suele utilizarse como mecanismo, más que conservador, inmovilista. La cuestión de la independencia puede dividir tanto o tan poco como el aborto, la legalización de la prostitución, la inmigración, la multiculturalidad, la permanencia en la Unión Europea o los matrimonios de personas del mismo sexo. Las personas y familias pueden mantener discusiones tensas sobre cuestiones trascendentes que marcan los conflictos contemporáneos. Pero la actitud de evitar administrar la complejidad del presente o de decidir sobre temas importantes, no es de conservadores, sino de reaccionarios. Vetar los debates o impedir la búsqueda de soluciones suele venir acompañado de argumentos falaces en base a un pasado idealizado (y, por tanto, falso) que viene a romper la teórica armonía de una supuesta arcadia feliz, en un mecanismo intelectual que recuerda al integrismo religioso. La actitud de, “no tratemos el tema de la autodeterminación, porque eso romperá familias” no es muy diferente a “no legalicemos el divorcio porque el país se sumirá en el caos y la anarquía”, que sostenían los franquistas a inicios de los ochenta, “no toleremos la libertad sexual de las mujeres, porque eso va en contra de la voluntad de Dios”, que sostienen los fanáticos religiosos, o “impidamos que los hijos de los inmigrantes puedan adquirir la ciudadanía porque esto va a romper con los valores de la nación” que intenta poner en práctica Donald Trump.
“Las familias se rompen”, “se persigue a los ‘constitucionalistas’”, … En fin. Cualquiera que tenga un mínimo contacto con la realidad, comprobará esta falacia de magnitudes olímpicas. La cuestión del independentismo, contrariamente a la burda propaganda impulsada por Ciudadanos, no divide a la sociedad catalana en absoluto, sino que, como cualquier otra cuestió polémica, permite visibilizar opiniones y posiciones diferentes. Toda sociedad democrática se caracteriza por su capacidad de administrar discrepancias, y el discurso catastrofista suele utilizarse como mecanismo, más que conservador, inmovilista. La cuestión de la independencia puede dividir tanto o tan poco como el aborto, la legalización de la prostitución, la inmigración, la multiculturalidad, la permanencia en la Unión Europea o los matrimonios de personas del mismo sexo. Las personas y familias pueden mantener discusiones tensas sobre cuestiones trascendentes que marcan los conflictos contemporáneos. Pero la actitud de evitar administrar la complejidad del presente o de decidir sobre temas importantes, no es de conservadores, sino de reaccionarios. Vetar los debates o impedir la búsqueda de soluciones suele venir acompañado de argumentos falaces en base a un pasado idealizado (y, por tanto, falso) que viene a romper la teórica armonía de una supuesta arcadia feliz, en un mecanismo intelectual que recuerda al integrismo religioso. La actitud de, “no tratemos el tema de la autodeterminación, porque eso romperá familias” no es muy diferente a “no legalicemos el divorcio porque el país se sumirá en el caos y la anarquía”, que sostenían los franquistas a inicios de los ochenta, “no toleremos la libertad sexual de las mujeres, porque eso va en contra de la voluntad de Dios”, que sostienen los fanáticos religiosos, o “impidamos que los hijos de los inmigrantes puedan adquirir la ciudadanía porque esto va a romper con los valores de la nación” que intenta poner en práctica Donald Trump.
Bonus Track 1: A lo largo del último
siglo, el nacionalismo catalán ha debatido reiteradamente sobre “quién es
catalán”. Fu durante los años sesenta, en un momento en el que la inmigración
peninsular hizo que la población catalana se duplicara en cuarenta años, y que
llegó un momento, hacia mediados de los setenta, en que había más residentes
nacidos fuera que dentro de Cataluña. En estas circunstancias extraordinarias,
se llegó a un acuerdo tácito. La fórmula, a medias entre Jordi Pujol, Paco
Candel y el antifranquismo militante fue: “es catalán todo aquél que vive y
trabaja en Cataluña”, a la cual sigue una coletilla que no siempre se recuerda:
“y que no le sea hostil”, dirigida especialmente a las jerarquías de altos
funcionarios y policías franquistas instalados en el Principado como garantes de
la represión. Cambiemos ligeramente los términos: “¿Quién es español?”.
Administrativamente, quien posee la nacionalidad, que por si no lo saben, en
España funciona el “ius sanguinis”, lo que implica que a los residentes de otra
nacionalidad y sus descendientes no se les consideran españoles. Bien. ¿Es
español aquel residente británico que no habla español ni bajo tortura y que
desprecia continuamente su identidad, símbolos y costumbres? La respuesta es
obvia. En el caso catalán, buena parte del “constitucionalismo”, en realidad, un
postfranquismo poco disimulado, implica que amplios segmentos de los residentes
de Cataluña odian, desprecian o ignoran aquellos elementos definitorios y
muestran una amplia hostilidad hacia el territorio, su lengua, costumbres y
deseos de sus ciudadanos. Debemos recordar que Ciudadanos fue un partido creado
expresamente en Barcelona para canalizar el odio hacia lo catalán, y que
representa a los herederos intelectuales de los altos funcionarios y policías
garantes de la represión. En sus manifestaciones es muy habitual que se paren a
homenajear al cuartel de la Policía Nacional de Vía Layetana, conocido por ser
un centro de torturas y atentados contra los derechos humanos desde inicios de
siglo XX, un verdadero Abu Grahib ibérico.
Mentira número 2: Lo de la independencia es por el dinero
Se trata de una falsedad muy arraigada, a la cual ha contribuido una parte no desdeñable del catalanismo conservador y su discurso –a pesar de todo, bien documentado- sobre la discriminación económica del país. Pero la cuestión económica no es una causa, sino una consecuencia del poder asimétrico entre aquellos territorios -y grupos sociales- que perdieron la guerra civil, y que al no existir unos juicios de Nuremberg no se rectificó. El poder real que se asentó entre las élites franquistas ha fomentado cierto feudalismo económico, mediante unas políticas parasitarias asentadas en el poder financiero y económico de carácter rentista y el alto funcionariado del estado, con una mentalidad latifundista. El Madrid político -que, por cierto, domina los medios de comunicación- ha manipulado la política para sabotear el crecimiento y desarrollo de polos económicos alternativos, no solamente en Cataluña, sino también, y muy especialmente en el País Valenciano, donde la discriminación fiscal es aún más profunda. El verdadero factor de fondo que explica el independentismo es un choque de culturas políticas. Como ha demostrado la evolución del estado, especialmente a partir del momento en el que el franquismo desacomplejado de Aznar llegó al poder –sobre todo a raíz de la mayoría absoluta de 2000- ha chocado con la hegemónica cultura política antifranquista que caracteriza transversalmente a la sociedad catalana. Como los hechos han demostrado en base a una causa general contra el independentismo, Cataluña se quiere ir porque ha comprobado la naturaleza profundamente antidemocrática del estado español, cada vez con un comportamiento más próximo a Turquía. Cataluña quiere romper con España, porque los últimos acontecimientos este gesto representa romper con el franquismo (y la cultura franquista) hegemónica en el estado, y crecientemente aceptada por acción (pero, sobre todo, por omisión) por la mayoría de la sociedad. Cataluña quiere romper con España porque es republicana, mientras casi nadie cuestiona una monarquía puesta a dedo por el Pol Pot mediterráneo que fue Franco.
Mentira número 3: el independentismo es un movimiento burgués
Esta es una acusación típica lanzada desde las izquierdas en base a una lectura indigesta de un Marx poco leído y desde el mal comprendido texto de Jordi Solé Tura sobre el catalanismo. En cierta manera, esta es una afirmación categórica y simplificadora que contiene algunos elementos que llevan a tener este análisis erróneo. En primer lugar, la propia idea de “burguesía”, entendida a la manera tradicional, es decir, patrones, propietarios de empresas y de gran capital, hoy en día el más que discutible de acuerdo con las nuevas reglas del juego del capitalismo neoliberal. Pero lo que llamaríamos la alta burguesía catalana, vinculada a los negocios en base a sus relaciones privilegiadas con el poder político es más que hostil al republicanismo. Según los diversos estudios sociológicos y demoscópicos sobre la cuestión, en Pedralbes, el barrio paradigmático de las clases altas barcelonesas, el sentimiento independentista no llega al 40%. En cambio, sí existe una mayoría de independentistas en lo que serían las clases medias y sobre todo las nuevas clases medias emergentes, muy vinculadas con parámetros más objetivos como el nivel de estudios. Así, según el barómetro de opinión pública de 2017, se consideran independentistas quienes poseen una titulación de Bachillerato y FP (51%), y estudios universitarios (entre el 6163%), mientras es minoritario entre quien posee la ESO (42%) o no posee estudios (20%). Esto se complementa con la edad: 59% favorable a la independencia, 29% en contra para el segmento de 18 a 24 años; 58% a 32% para quienes tienen entre 2 y 35 años; 48% a 39% entre los 36 y 49 años, y solamente el unionismo empieza a ser mayoritario para los mayores de 50; 43% independentistas respecto al 47% unionistas entre 50-64 años y 40% a 51% entre mayores de 65. Esto ofrece un panorama complejo, silenciado en los medios españoles, que tiene menos que ver con la clase que con el nivel de politización, arraigo y participación social. En otros términos, el independentista no es ningún “roach” ni burgués, sino una persona nacida en Cataluña, con estudios postobligatorios, que participa activamente de la vida social de su comunidad, que ideológicamente mantiene valores democráticos, se considera de centro-izquierda y cuyas motivaciones suelen estar más el construir un futuro libre de la hipoteca del franquismo superviviente de la Transición, algo, por cierto, muy lejos de los tópicos insertados en el chip que los medios madrileños y la clase política del estado ha implantado en la percepción de la sociedad española.
Mentira número 4: el
independentismo es un souflé
Esta fue la excusa para no hacer nada cuando las cosas empezaron a deteriorarse a raíz del culebrón del Estatut de 2006. Desde el entorno nacionalista español, fomentado en el bipartidismo PSOE-PP, pero sobre todo desde el potente franquismo sociológico que nunca se fue, se consideró que las heridas abiertas por los ataques catalanófobos durante la tramitación, aprobación y sentencia del Estatut generaría un malestar pasajero. Acostumbrados al pactismo pujolista, las instituciones del estado cometieron el error típico de analizar situaciones nuevas con categorías viejas y no fueron capaces de percibir la mutaciones sociales y políticas profundas que ya se intuían des de la década anterior, en el que buena parte del independentismo iba saliendo del armario catalanista, e incluso se iba gestando un independentismo postnacional, que contempla el derecho a decidir como algo natural y la monarquía centralista como algo insoportablemente retrógrado. Mientras las difamaciones sobre el sistema de inmersión, las descalificaciones hacia el nacionalismo ajeno (sin la autocrítica del propio), los fracasos de las políticas de memoria histórica se iban sucediendo, entre las generaciones que no vivieron el franquismo ni la Transición se estaba cociendo un cambio de paradigma político: la idea que la Transición había fracasado a la hora de administrar la cuestión de la plurinacionalidad del estado, que la monarquía se trataba de la continuación del franquismo por medios constitucionales, y que la reforma (especialmente la necesaria transformación de una mentalidad española que no parece capaz de tratar de igual a igual a aquellas realidades nacionales no castellanas) era imposible. Y, aunque pareciese una paradoja, la independencia era la opción más realista para vivir sin la interferencia, no solamente del franquismo omnipresente en los mecanismos estratégicos del estado, sino de una nación, la española, que no admitía otra relación que la subordinación de quienes no comparten sus referentes culturales e ideológicos. Es así como el independentismo fue creciendo de manera continua hasta llegar a casi la mitad de los residentes catalanes. Los acontecimientos del último año, mediante una represión que recuerda a la de la primera mitad de los setenta, los presos políticos, los exiliados, la criminalización de la disidencia, no está reduciendo en absoluto su número. Y la composición demográfica del republicanismo hace suponer que éste se reforzará con el paso del tiempo.
Esta fue la excusa para no hacer nada cuando las cosas empezaron a deteriorarse a raíz del culebrón del Estatut de 2006. Desde el entorno nacionalista español, fomentado en el bipartidismo PSOE-PP, pero sobre todo desde el potente franquismo sociológico que nunca se fue, se consideró que las heridas abiertas por los ataques catalanófobos durante la tramitación, aprobación y sentencia del Estatut generaría un malestar pasajero. Acostumbrados al pactismo pujolista, las instituciones del estado cometieron el error típico de analizar situaciones nuevas con categorías viejas y no fueron capaces de percibir la mutaciones sociales y políticas profundas que ya se intuían des de la década anterior, en el que buena parte del independentismo iba saliendo del armario catalanista, e incluso se iba gestando un independentismo postnacional, que contempla el derecho a decidir como algo natural y la monarquía centralista como algo insoportablemente retrógrado. Mientras las difamaciones sobre el sistema de inmersión, las descalificaciones hacia el nacionalismo ajeno (sin la autocrítica del propio), los fracasos de las políticas de memoria histórica se iban sucediendo, entre las generaciones que no vivieron el franquismo ni la Transición se estaba cociendo un cambio de paradigma político: la idea que la Transición había fracasado a la hora de administrar la cuestión de la plurinacionalidad del estado, que la monarquía se trataba de la continuación del franquismo por medios constitucionales, y que la reforma (especialmente la necesaria transformación de una mentalidad española que no parece capaz de tratar de igual a igual a aquellas realidades nacionales no castellanas) era imposible. Y, aunque pareciese una paradoja, la independencia era la opción más realista para vivir sin la interferencia, no solamente del franquismo omnipresente en los mecanismos estratégicos del estado, sino de una nación, la española, que no admitía otra relación que la subordinación de quienes no comparten sus referentes culturales e ideológicos. Es así como el independentismo fue creciendo de manera continua hasta llegar a casi la mitad de los residentes catalanes. Los acontecimientos del último año, mediante una represión que recuerda a la de la primera mitad de los setenta, los presos políticos, los exiliados, la criminalización de la disidencia, no está reduciendo en absoluto su número. Y la composición demográfica del republicanismo hace suponer que éste se reforzará con el paso del tiempo.
Mentira número 5: son golpistas
Esta es el mantra más repetido por la derecha nacionalista española, que considera que el referéndum del 1 de octubre, junto con su preparación y su incardinación en el marco jurídico, así como la declaración de semanas después fue un “golpe de estado”. Resulta más que curioso que aquellos que no tienen problemas a minimizar, y en algunos casos a reivindicar el régimen franquista, sean aquellos que más se desgañiten para exigir la aplicación permanente del artículo 155. Sí que hubo un golpe, pero fue inducido por el jefe del estado en su alocución (un implícito llamamiento a la represión) de 3 de octubre. Sus palabras fueron interpretadas como una carta blanca por parte de los cuerpos policiales y el poder judicia (y el TC) para encarcelar con cargos ficticios a buena parte de sus protagonistas, para impedir el nombramiento del presidente Puigdemont forzando vergonzosamente la legalidad o para acusar de terrorismo a quienes cortaban carreteras poseyendo pitos amarillos, como es el caso de Tamara Carrasco. Los jueces europeos no se podían creer lo que veían, de manera que diplomáticamente han desautorizado la justicia-ficción elaborada desde el Supremo, rebajándola reiteradamente por los tribunales europeos a la segunda división europea, justo al lado de Turquía.
Bonus Track núm. 2: es paradójico que,
teniendo en cuenta que la generalización constitucional de las autonomías (el
Café para Todos) se realizó, indiferentemente de la voluntad de la mayoría de
territorios, y con un mapa autonómico surrealista para diluir la innegable
condición nacional de Cataluña y el País Vasco, a lo largo de la aplicación del
155, el único territorio sin autonomía fuera precisamente éste.
Mentira número 6: Se ha roto la
convivencia
El mes pasado conocí a un joven de Ceuta que había encontrado trabajo en Girona como educador. Confesó que, cuando explicó a su familia que se venía a Cataluña, su madre lloraba desconsoladamente como si hubiera sido enviado a la Guerra del Vietnam. Llevaba ya algunas semanas aquí y pudo comprobar que todo lo que le habían explicado sobre Cataluña era mentira. Que nadie le perseguía por no hablar catalán (como sucede con el 20% de la población). La idea de la ruptura de la convivencia no es ningura realidad, sino un proyecto deliberado dirigido por Ciudadanos y que como ya confesó públicamente uno de sus líderes, Jordi Cañas, anhela la ulsterización del país. No es fácil que esto suceda, porque la sociedad catalana es sumamente compleja y heterogénea y lleva ya un siglo administrando la diversidad. En las familias, lugares de trabajo, sindicatos, comunidades de vecinos, grupos de amigos existen opiniones dispares, pero no se ha roto ninguna a causa del independentismo. Si algún núcleo familiar se ha dejado de hablar es a causa de razones mucho más profundas y personales. En entidades de la sociedad civil, como el sindicato CCOO, tras una consulta realizada este año, el 40% de los afiliados se declaran independentistas, pero no existe ningún movimiento que indique que la entidad se vaya a romper con una dirección que se, no sin cierta ambigüedad, se desmarca del independentismo. En otras palabras, a pesar de los intentos de división por parte de partidos como Ciudadanos o el PP, o la intoxicación mediática, Cataluña no se rompe sino lo que se está rompiendo son los lazos personales, económicos y culturales con una España que parece llevar puesto el implante que contempla a los catalanes que ejercen como tales como “roaches” o cucarachas. Porque buena parte de los catalanes, sean independentistas o no, están bastante hartos de un estado que se esfuerza en mostrar a diario su hostilidad que posee un doble rasero a la hora de tratar a sus ciudadanos. No es normal que una chica como Tamara Carrasco, que ha participado en un corte de carreteras y se le haya encontrado en casa “una careta de Jordi Cuixart y un pito amarillo”, haya sido acusada de “terrorismo” por la Audiencia Nacional, y en cambio, un ultraderechista, amigo de la Guardia Civil, con un gran arsenal de armas de juego y que tenía planificado atentar contra el presidente de gobierno, no sea considerado
terrorista.
El mes pasado conocí a un joven de Ceuta que había encontrado trabajo en Girona como educador. Confesó que, cuando explicó a su familia que se venía a Cataluña, su madre lloraba desconsoladamente como si hubiera sido enviado a la Guerra del Vietnam. Llevaba ya algunas semanas aquí y pudo comprobar que todo lo que le habían explicado sobre Cataluña era mentira. Que nadie le perseguía por no hablar catalán (como sucede con el 20% de la población). La idea de la ruptura de la convivencia no es ningura realidad, sino un proyecto deliberado dirigido por Ciudadanos y que como ya confesó públicamente uno de sus líderes, Jordi Cañas, anhela la ulsterización del país. No es fácil que esto suceda, porque la sociedad catalana es sumamente compleja y heterogénea y lleva ya un siglo administrando la diversidad. En las familias, lugares de trabajo, sindicatos, comunidades de vecinos, grupos de amigos existen opiniones dispares, pero no se ha roto ninguna a causa del independentismo. Si algún núcleo familiar se ha dejado de hablar es a causa de razones mucho más profundas y personales. En entidades de la sociedad civil, como el sindicato CCOO, tras una consulta realizada este año, el 40% de los afiliados se declaran independentistas, pero no existe ningún movimiento que indique que la entidad se vaya a romper con una dirección que se, no sin cierta ambigüedad, se desmarca del independentismo. En otras palabras, a pesar de los intentos de división por parte de partidos como Ciudadanos o el PP, o la intoxicación mediática, Cataluña no se rompe sino lo que se está rompiendo son los lazos personales, económicos y culturales con una España que parece llevar puesto el implante que contempla a los catalanes que ejercen como tales como “roaches” o cucarachas. Porque buena parte de los catalanes, sean independentistas o no, están bastante hartos de un estado que se esfuerza en mostrar a diario su hostilidad que posee un doble rasero a la hora de tratar a sus ciudadanos. No es normal que una chica como Tamara Carrasco, que ha participado en un corte de carreteras y se le haya encontrado en casa “una careta de Jordi Cuixart y un pito amarillo”, haya sido acusada de “terrorismo” por la Audiencia Nacional, y en cambio, un ultraderechista, amigo de la Guardia Civil, con un gran arsenal de armas de juego y que tenía planificado atentar contra el presidente de gobierno, no sea considerado
terrorista.
Bonus Track núm. 3. Se ha hablado de acoso y agresiones a unionistas, e incluso se ha magnificado el hecho que al juez Llarena se le haya pintado de amarillo el portal de su casa. Pero lo cierto es que los actos de violencia registrados van en un única dirección. Tras los 1.066 heridos del 1 de octubre contra los ciudadanos que pretendían votar, según el prestigioso Anuari.Cat, se registraron, entre octubre de 2017 y febrero de 2018, 139 incidentes violentos de carácter ideológicos, todos ellos ejecutados por la ultraderecha, entre los cuales, varias veces han participado personal de las fuerzas policiales del estado. Ello ha implicó decenas agresiones físicas por llevar lazos amarillos y un total de 101 heridos de diversa consideración. Uno de los periodistas más destacados en el conocimiento de la ultraderecha (y uno de los más amenazados de Europa) fue agredido por un agente de policía de paisano, entre multitud de testigos y pruebas gráficas, al grito de “Arriba España” y “Viva Franco”. En los días de octubre, varios coches de ciudades como Girona, Cassà o Verges aparecieron con las ruedas pinchadas. Precisamente en Verges, ciudad natal de Lluís Llach ha sido atacada varias veces por comandos ultraderechistas. El coche particular de la diputada republicana Jenn Díaz fue destrozado, Catalunya Ràdio y una escuela de Barcelona fue asaltada violentamente por una manifestación ultra y así un sinfín de situaciones silenciadas en los medios españoles. Desde este punto de vista, el nacionalismo español busca desesperadamente romper la convivencia. Mentira número 7: No hay presos políticos ni exiliados, sino políticos presos y huidos de la justicia.
Sé que esto es duro para muchos españoles que tienen en alta estima su país. Pero, tras los acontecimientos de octubre, el “A por ellos judicial” implica que personas de una calidad humana intachable han sido encarcelados preventivamente por formar parte de un gobierno, desconvocar una manifestación o permitir un debate en el Parlament, lo que contrasta, por ejemplo, con el caso de la Manada u crímenes de gravedad extrema o corrupción evidente. La situación se entiende únicamente a partir de las instrucciones jerárquicas de una judicatura, que, en los niveles estratégicos, mantiene un franquismo evidente, y probablemente tiene mucho que ver con instrucciones tácitas de una jefatura del estado que no oculta su odio hacia unos catalanes, que en más de un ochenta por ciento se declaran republicanos. Amnistía Internacional 40 premios Nobel, magistrados alemanes, belgas, suizos o británicos han denunciado lo que los medios españoles se obstinan en reconocer: son presos políticos y exiliados. A cualquier profesor o catedrático de derecho le estalla la cabeza ante este acto de derecho-ficción. Pero, por si hacía falta alguna indicación más, los varapalos judiciales europeos a la hora de negar todas las extradiciones hacia los líderes independentistas exiliados, han dejado a la judicatura española a la altura de la turca. De hecho, no creo nada casual que a Felipe VI le sentaran al lado del presidente Erdogan en la ceremonia del centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Incluso el Supremo ha retirado las euroórdenes ante la evidencia, lo que implica claramente que en ningún caso sean “huidos”, puesto que pueden circular por todo el mundo menos en un país llamada España y en una Cataluña donde se aplica, a la práctica un “estado de excepción”.
Bonus Track núm. 4: Es bien conocido que
antes del 1 de octubre, uno de los juzgados de Barcelona se dedicó a investigar
ilegalmente al mundo independentista, y que tras el “a por ellos judicial”, se
encausó a más de 1.200 personas por cosas del estilo “alcaldes que firman
manifiestos”, tuiteros, manifestantes o maestros que fueron denunciados, a
instancias de los mandos de los cuarteles, o por páginas web anónimas por
supuesto adoctrinamiento. En otros términos, una “causa general contra el
independentismo y los “delitos de opinión”. En el momento en que estos casos han
pasado por jueces ordinarios, todo ha sido archivado. A pesar del deterioro del
sistema judicial, la mayoría de magistrados no parecen dispuestos a sacrificar
su integridad profesional y ética (a pesar de que ello les impida progresar en
su carrera). Por cierto, todo forma parte de una trama destapada por periodistas
denominada “Operación Cataluña”, a cargo de políticos conservadores y cloacas
del estado. Este conjunto de informaciones periodísticas probadas y contrastadas
se resumieron en un documental que se pasó en Cataluña y el País Vasco, y que ha
sido vetado por las televisiones generalistas.
Mentira número 8: Nadie reconocerá a Cataluña / Cataluña nunca será independiente
Resulta muy arriesgado, en política, o en la vida en general, utilizar el futuro imperfecto. Ni quien esto lea, ni quien escrib posee la facultad de adivinar el futuro. Pero con cierta formación y honestidad intelectual podemos intentar aprender del pasado y comprender el presente. Ahora que se cumplen cien años del final de la primera guerra mundial es necesario saber que en Europa se ha pasado de 26 estados independientes a 51, lo que implica un promedio de uno cada cuatro años. Y, aunque cada caso tiene sus peculiaridades, se repite un mismo patrón: un estado grande y plurinacional incapaz de administrar su diversidad. A diferencia de dos décadas atrás, en Cataluña existe una masa social suficientemente amplia que ha abrazado el independentismo como proyecto, lo que supone una espada de Damocles sobre Madrid y que hace de España un estado tremendamente frágil y vulnerable. Es cierto que a ningún país europeo u occidental le hace demasiada ilusión la independencia de Cataluña. Pero la regla número uno de las relaciones internacionales es el interés; i la número dos, la hipocresía. Varios gobiernos pueden utilizar el “conflicto interno” para presionar a las autoridades españolas para conseguir favores o tratados que les suponga un beneficio (y que perjudiquen a la sociedad y la economía española). De hecho, ya está pasando, cuando la flota rusa ha podido reabastecerse en las colonias españolas del norte de África. Y, por supuesto, el reconocimiento de Cataluña no se producirá… hasta que se produzca. La actuación burda y estúpida del gobierno español ha acelerado, además, la degradación de su prestigio internacional (la presencia de España ya se ha visto afectada a partir de la relegación en varios organismos internacionales como la OSCE o la UE) y su situación diplomática (especialmente gracias a ministros de competencia discutible como Margallo o Borrell) lo hace estar en una situación de debiliad. En contraposición, la forma cómo Canadá, con un problema parecido, encaró el conflicto, mediante un referéndum, unas reglas claras y una negociación posterior hizo de este país norteamericano una potencia más sólida que antes de 1980.
Mentira número 9: los catalanes
son supremacistas / nacionalistas / nazis, … Esta ha sido una de
las más repetidas últimamente al más puro estilo goebbeliano. Se fundamenta
probablemente en el hecho tradicional de que Cataluña es una sociedad
tradicionalmente más urbanizada que España y que ciertamente algunos sectores
del catalanismo no siempre han sido muy diplomáticos en su relación con
Andalucía. Ciertamente, personajes como Antoni Duran Lleida (por cierto, un
reconocido unionista y representante de lo más rancio y apolillado de la antigua
burguesía catalana) utilizó en más de una ocasión los tópicos sobre andaluces
vagos. Pero la realidad es bastante diferente: la propia Constitución establece
una asimetría en las relaciones entre lenguas y culturas: obliga a conocer el
español, pero no el catalán, al cual trata como lengua de segunda fila. Es más,
el estado ha saboteado cualquier intento de que éste, con más de diez millones
de hablantes (y que es hablado por uno de cada cinco ciudadanos del estado), sea
oficial en España o en la Unión Europea, donde sí que lo es el maltés, el
esloveno o el finés, con muchos menos hablantes. Además el trato del estado al
catalán se ha caracterizado por un desprecio sistemático. Resulta muy
sintomático que existan más cátedras universitarias de catalán en Alemania que
en la España monolingüe. Los catalanes no se sienten superiores a los españoles,
ni a los portugueses, ni a los argentinos, sino algo que parece molestar mucho
más: iguales. Es España la que se niega a dar un trato igualitario, de nación a
nación. Es cierta incapacidad ontológica de aceptar de que Cataluña es una
nación que, de acuerdo con las teorías de Bennedict Anderson, Ernest Gellner,
Anthony Smith hace que este territorio y las personas que lo componen se puedan
identificar como tales. Incluso la floja definición de la Real Academia de la
Lengua “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan la
misma lengua y poseen una tradición común” se acomoda a una realidad objetiva.
Sí, ciertamente muchos tienen tatuada la creencia que los catalanes se han
inventado su pasado y que hablan catalán para fastidiar. Pero creer en ello no
significa que la realidad no pase por encima del deseo del nacionalismo español
de homogeneizar el estado al más puro estilo francés. Desde el nacionalismo
banal de quien posee un estado (Michael Billig nos recuerda que son éstos
quienes disimulan su nacionalismo a partir considerar la exhibición de sus
símbolos como algo natural), se considera a quien no comulga con la idea cuasi
religiosa de la unidad de España como un hereje, y utiliza el apelativo de
“nacionalista” para desacreditarlo. Pero como ya hemos señalado, Cataluña es una
sociedad plural y compleja y sus deseos de independencia responden a un proyecto
de ruptura respecto a un estado hostil y autoritario. Para ello han desarrollado
unas redes de sociedad civil que permiten movilizarse activamente por cientos de
miles. En vez de tratar de entender por qué hay tantas personas que ya no
quieren ser españolas, buena parte de la opinión pública y publicada ha decido
relacionarlas con la Alemania nazi… paradójicamente por parte de un estado que
acogió a miles de ellos, que fue construida en su forma actual mediante el
franquismo, y que utiliza la represión para tratar de mantener un statu quo
crecientemente discutido.
Apunte final: España debería
visitar al psicoanalista
En este apagón informativo / implante cerebral que rige la conducta de buena parte de la sociedad española (no olvidemos que 6 de cada 10 españoles justifican la represión contra los independentistas, tratados como “roaches” o “cucarachas”) hay datos que muchos, diría que casi todos, desconocen. Si hablamos de la Cataluña contemporánea, exceptuando a José Montilla (2006-2010), todos, absolutamente todos los presidentes catalanes han sido víctimas de la represión del estado. Prat de la Riba, primer presidente de la Mancomunidad (una pre-autonomía anterior a la República, entre 1914 y 1924) murió prematuramente a causa de los diversos encarcelamientos en su etapa de líder catalanista. Francesc Macià (1931-1933) fue exiliado y encarcelado varias veces. Lluís Companys (1933-1940) fue encarcelado, exiliado, entregado por la Gestapo a España, y finalmente fusilado. Josep Irla (1940-1954) fue exiliado y su patrimonio robado por el franquismo. Josep Tarradellas (1954-1980) pasó 38 años en el exilio. Jordi Pujol (1980-2003) fue represaliado por el franquismo y pasó algunos años en prisión. Pasqual Maragall (2003-2006) fue defenestrado por el partido socialista, y cruelmente difamado por los medios españoles. Artur Mas (2010-2016) ha sido procesado y finalmente le han incautado su patrimonio en un acto de venganza del estado. Y, Carles Puigdemont también ha tenido que exiliarse. ¿Qué le pasa a España con los catalanes? Durante siglos, Cataluña ha buscado inútilmente su encaje con el estado. Pero las cosas han cambiado, probablemente de manera definitiva. Una parte substancial, quizá mayoritaria y en ascenso, ya no quiere saber nada de una España empapada de franquismo y catalanofobia. O peor aún, de una España que, a la manera inquisitorial, ve en la existencia de una identidad nacional alternativa como una peligrosa herejía. Ahora, una masa social resentida y organizada aprovechará la mínima oportunidad para completar su proyecto o desestabilizar al estado. Ya sé que soy ingenuo, porque cualquier analista venido de cualquier sitio sabe perfectamente que es a partir del diálogo y la negociación que un conflicto de esta magnitud puede tener algún viso de solución. Pero para ello, la sociedad española debe arrancarse el implante que llevan puesto para poder leer la realidad de manera objetiva.
En este apagón informativo / implante cerebral que rige la conducta de buena parte de la sociedad española (no olvidemos que 6 de cada 10 españoles justifican la represión contra los independentistas, tratados como “roaches” o “cucarachas”) hay datos que muchos, diría que casi todos, desconocen. Si hablamos de la Cataluña contemporánea, exceptuando a José Montilla (2006-2010), todos, absolutamente todos los presidentes catalanes han sido víctimas de la represión del estado. Prat de la Riba, primer presidente de la Mancomunidad (una pre-autonomía anterior a la República, entre 1914 y 1924) murió prematuramente a causa de los diversos encarcelamientos en su etapa de líder catalanista. Francesc Macià (1931-1933) fue exiliado y encarcelado varias veces. Lluís Companys (1933-1940) fue encarcelado, exiliado, entregado por la Gestapo a España, y finalmente fusilado. Josep Irla (1940-1954) fue exiliado y su patrimonio robado por el franquismo. Josep Tarradellas (1954-1980) pasó 38 años en el exilio. Jordi Pujol (1980-2003) fue represaliado por el franquismo y pasó algunos años en prisión. Pasqual Maragall (2003-2006) fue defenestrado por el partido socialista, y cruelmente difamado por los medios españoles. Artur Mas (2010-2016) ha sido procesado y finalmente le han incautado su patrimonio en un acto de venganza del estado. Y, Carles Puigdemont también ha tenido que exiliarse. ¿Qué le pasa a España con los catalanes? Durante siglos, Cataluña ha buscado inútilmente su encaje con el estado. Pero las cosas han cambiado, probablemente de manera definitiva. Una parte substancial, quizá mayoritaria y en ascenso, ya no quiere saber nada de una España empapada de franquismo y catalanofobia. O peor aún, de una España que, a la manera inquisitorial, ve en la existencia de una identidad nacional alternativa como una peligrosa herejía. Ahora, una masa social resentida y organizada aprovechará la mínima oportunidad para completar su proyecto o desestabilizar al estado. Ya sé que soy ingenuo, porque cualquier analista venido de cualquier sitio sabe perfectamente que es a partir del diálogo y la negociación que un conflicto de esta magnitud puede tener algún viso de solución. Pero para ello, la sociedad española debe arrancarse el implante que llevan puesto para poder leer la realidad de manera objetiva.
Xavier Diez
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