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La revolución catalana es absolutamente
original. No se atiene a ningún patrón anterior. Por ello no tiene molde, ni
modelo, ni hoja de ruta. La iniciada en enero de 2016 fue interrumpida por el
estado de excepción del 155, que abrió este tiempo de incertidumbre.
El permanente debate en el seno del
independentismo es otro factor en ese hacerse a sí misma de la revolución
catalana. Un debate que aúna teoría y práctica, pues las distintas partes
realizan las ideas que propugnan y se atienen a las consecuencias. Uno también
en el que la CUP, habiéndose desvinculado de casi todas las maneras posibles del
grueso del movimiento independentista, parecía en estado de hibernación. Pero
resultó que estaba cociéndose una reflexión, cuyo contenido se anunció ayer y
que culminará, según parece, en julio con una declaración política y un
pronunciamiento sobre si se presentarán a las próximas elecciones
catalanas.
La CUP es voz necesaria. Y no solo porque,
el estar en minoría o con mayoría raspada los otros indepes, necesiten sus
votos. También lo es y mucho por sus contenidos, que expresan el sentir de un
cuantioso sector de la población en fórmulas audaces. Estas vienen aderezadas en
odres viejos que caracterizan a la CUP: desconfianza hacia las vías
institucionales no estrictamente municipales, brevedad en los mandatos
personales y frecuente relevo, no necesariamente rotación en los cargos,
subordinación de la táctica a decisiones asamblearias imprevisibles, laxa
agrupación de corrientes diversas, doctrinarismo y tendencia a la
autoexclusión.
Quien quiera entenderse con la CUP ha de
aceptar la forma de ser y existir de esta. Pero esta, a su vez, haría bien en
aceptar la de los interlocutores a los que se dirige de modo tan exclusivo como
perentorio.
Hagamos a un lado la probable reacción
molesta de JxC y ERC por el tono empleado. Parece como si se les exigiera que
acaten la interpretación que hace la CUP de la misión del independentismo, su
situación actual y la táctica por seguir. Por ponerlo en términos surrealistas:
como si la CUP exigiera a JxC y ERC obediencia a la desobediencia.
Durante el periodo de ausencia voluntaria
de los cupaires, el independentismo ha vivido numerosas peripecias, en constante
confrontación con el Estado. Las elecciones generales han deparado su gran
triunfo, con especial lucimiento de ERC. El MHP de Catalunya, Quim Torra, está
citado a declarar como investigado en una querella por los lazos amarillos. El
MHP de la República, Carles Puigdemont, ha ganado otra batalla jurídica al
Estado de especial resonancia en el exterior.
En resumen, triunfo del independentismo en
todos los frentes, el electoral, el judicial, el político y el exterior, en
condiciones muy adversas. Y habrá repetición en las elecciones del 26M. Las
europeas consolidarán el liderazgo de Puigdemont y abrirán una etapa del mayor
interés cuando este, provisto de su inmunidad, se persone en Catalunya como
representante electo de la ciudadanía europea. Es casi una metáfora. Tanto como
se maldice de Europa, mira por dónde, es Europa quien devuelve su presidente a
la República catalana. Bien es verdad que este se lo ha ganado. Si ha podido
incorporar todos los papeles, desde el de un dramático de Gaulle al de un
imprevisible Pimpinela Escarlata, ha sido gracias a la silenciosa y discreta
maestría de su equipo jurídico. La mezcla de audacia e integridad política y la
pericia jurídica ha producido la imagen de un nuevo Fígaro, símbolo de la lucha
que la inteligencia libra contra la estulticia autoritaria en pro de la libertad
y la dignidad.
Por cierto, esa dimensión europea del
conflicto con la Junta Electoral Central (JEC), ha sido la navaja de Ockham de
este desaguisado. Algo que la JEC ni olía, cosa nada de extrañar porque es lo
que, al parecer, creen los unionistas: que los eurodiputados representan a sus
respectivos países cuando lo hacen directamente a la ciudadanía europea.
Ciudadanía europea compuesta por ciudadanos en pleno uso de su derecho de
sufragio activo y pasivo.
Todo eso se ha hecho en un espíritu de
desobediencia sostenido aunque descoordinado, impreciso, improvisado,
transitorio, porque la revolucióon no tiene plantilla. Pero
desobediencia.
La reaparición de la CUP, siempre bienvenida, aunque echando los
habituales rapapolvos teóricos, remacha lo
obvio: el camino es la desobediencia. Lo habían anunciado hace un par de días en
una declaración política a la que Palinuro prestó la debida atención. El anuncio parió un ratón porque pedir una "estrategia
colectiva de desobediencia" no es nada del otro mundo. Lo hace en este todo el
mundo.
Pero, al tratarse de la CUP, muy
ceremonial en sus apreciaciones, conviene siempre leer entre líneas. Lo más
interesante de la demanda es el humilde adjetivo "colectiva". Quiere decir
unidad. Y unidad no solo entre las dos formas más políticas del independentismo,
sino también con la CUP. Se trata de un compromiso, en principio, de integrarse
en una táctica "colectiva" siempre que sea de desobediencia.
Solo dos objeciones. Primera: cualquier
compromiso de la CUP ha de ser ratificado por una imprevisible asamblea
posterior por lo que su valor y la autoridad de quien lo formula están muy
mermados. Supongamos que en el mes de julio, la asamblea decide no participar en
las elecciones catalanas, con lo que no tendría representación en el Parlament.
¿Qué compromisos podría cumplir?
Segunda: la táctica colectiva, común,
unitaria, debe ser la desobediencia. Perfecto. Nadie lo niega. Pero hay que
arbitrarlo porque es más fácil hablar de desobedecer que hacerlo. Por mucho que
se impacienten los doctrinarios, no puede trazarse un plan acabado de táctica
colectiva de desobediencia porque esta depende de dos imponderables: la reacción
represiva del Estado y la generalización de la desobediencia como actitud
individual.
No se trata escurrir el bulto con
quisicosas sin importancia. El país se juega mucho. Todas las propuestas deben
considerarse de buena fe y con ella criticarse.
De lo que se trata es de conseguir el
objetivo estratégico al menor coste posible. Sin intermitencias.
Publicado por Ramón Cotarelo
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