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BARCELONA — En algún momento, frente al
espejo, Albert Rivera ha de haber ensayado un discurso presidencial, viéndose a
sí mismo como la versión española de Emmanuel Macron, vestido de una pátina
inmejorable de sigloveintiunismo. Quizás lo imaginó: el chico que creció en
Granollers, la ciudad catalana donde sus padres todavía tienen una tienda de comidas preparadas,
erigido en el nuevo líder de España.
Pero entonces llegó 2019 y el espejo le
está devolviendo una imagen tortuosa. El gobierno podría ser del socialista
Pedro Sánchez mientras Ciudadanos, su partido, ha sido incapaz de adueñarse de
nada: ni de la derecha —todavía abrazada al Partido Popular (PP)— ni del
nacionalismo españolista —casado con la ultra de Vox— ni, mucho menos y como
había prometido, del centro político.
Ahora Ciudadanos está en crisis.
Dirigentes de peso han comenzado
a abandonar el partido disconformes con la incoherencia
ideológica de Rivera durante la campaña electoral y los coqueteos para cerrar pactoscon el PP y, sobre
todo, con los ultras de Vox para gobernar varias alcaldías. Ciudadanos ha
intentado edulcorar esos acuerdos, pero el golpe está dado.
El viraje de Rivera al extremo es
una mala señal. El centro político no debiera ser una posición ideológica
repelente, pues a los países les va bien cuando optan por la moderación. Hay más
por ganar allí que con los discursos extremistas. Un partido liberal moderno o
uno de centroderecha inteligente es un contrapeso sistémico sano al
centroizquierda y la izquierda.
En democracias parlamentarias como la
española, el centrismo facilita la constitución de gobiernos. Hoy se podrían
llegar a consensos menos traumáticos con un centroderecha racional que con la
derecha enojada del PP y la rabiosa de Vox. El centro es siempre bisagra, pues
permite flexibilidad y aleja las fracturas. Ciudadanos nació en 2005 con la idea
de representar ese centro. Esa maniobrabilidad es la que España pierde con su
crisis.
Rivera ha arrastrado al partido a su
hiperpragmatismo en poco tiempo. El partido que debía ocupar el centro liberal
de España, que tenía que absorber a los conservadores moderados y a los
socialdemócratas defraudados del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) es
ahora un guiso cada vez más intragable, asomado a acuerdos de rapiña para
dirigir algunas ciudades y pueblos.
¿Qué pasó? Pasó el deseo. Y pasó demasiado
rápido. En estos días las carreras políticas se construyen a golpe de tuits, con
ascensos fulgurantes y veloces y desgastes igualmente tormentosos. Tras los
presidentes José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, el
recambio político en España abrió la puerta al kínder: la
nueva camada de líderes —Pablo Casado, Inés Arrimadas, Pablo Iglesias, Irene
Montero, Iñigo Errejón, Pedro Sánchez— es jovencísima. Y muy ambiciosa. Tanto
que parece indisimuladamente sedienta de llegar a la cumbre demasiado
pronto.
De esa misma hornada es Rivera, quien por
acumular poder ha cambiado de traje ideológico cada semana. El chico ha cubierto
ya todo el arco político: socialdemócrata catalán al inicio de su carrera,
liberal europeísta a mitad de camino, rancio derechista en el ocaso. Lo que en
los tiempos lentos del siglo XX podía tomar toda una vida a un dirigente, tomó a
Rivera apenas una década y media, y aún no cumple 40 años.
¿Cómo se puede arruinar tan pronto una
carrera que parecía prometedora? Stefan Zweig escribió una deliciosa biografía
de Joseph Fouché, el asesor y funcionario
francés que operó en las sombras durante décadas, cambiando de bando entre la
revolución y los jacobinos, Napoleón y el regreso de la monarquía. No la
reseñaré aquí, nada más diré que Fouché era un artista del cambio de ropas:
nadie podía señalarlo con el dedo por subirse a cualquier gobierno y salir de
allí ganancioso, casi tan invisible como entró. Eso es un camaleón, alguien que
muta de manera desapercibida. Rivera pretende hacer lo mismo que Fouché, pero
sin sus artes discretas de metamorfosis.
La aceleración en la que ha vivido Rivera
no ayuda a dirigirse al centro que reclaman los votantes de Ciudadanos. Rivera
debiera repensar su camino. Si lo que importan son las ideas y no los hombres,
aquel interesante prospecto de político catalán no catalanista necesita hacerse
a un lado y darle espacio a otras figuras de su partido.
Como muchos políticos, Rivera hace
malabares para presentar sus decisiones como ejercicios de moderación cuando son
hijos de la tibieza y el descaro. La moderación se alcanza como producto de una
discusión estratégica, formal, ideológicamente sólida. La moderación demanda
introspección, saber retirarse e incluso renunciar. La tibieza es un asunto de
ventajeros: se consigue mezclando caliente y frío, sin templanza. Ciudadanos es
tibio porque es producto de un tironeo que puede dejarlo por los pisos en pocos
años.
Hoy Ciudadanos tiene más campo de acción
con Rivera en el asiento trasero que al volante. Al partido aún le falta viaje
pues todavía no puede separarse de la figura absorbente del chico de Granollers,
pero si logra coherencia ideológica y que prevalezcan los personajes
referenciales por sobre Rivera podrá tener mejor vida. A Rivera le sonreía más
el mundo cuando coqueteaba con el liberalismo que ahora, jugando a ser un
jacobino a la luz del día. Y en tiempos de independentismos y grietas
nacionales, a España le cabe mejor un centro sólido y sensato que los
extremos.
Diego Fonseca es un escritor argentino que
vive entre Phoenix y Barcelona. Es autor de “Hamsters”.
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